martes, 20 de agosto de 2013

CAPÍTULO LVI - ÚLTIMA SINGLADURA II


Apenas pudimos acomodarnos, llegó el viento. Con el clic de los cinturones de seguridad, llegó el viento. El inclinómetro acusó una escora de cuarenta y cinco grados. Mientras Papá filaba poco a poco la mayor, prendido al timón, derivando el máximo posible, el barco comenzó a desarrollar una velocidad inusitada. Lo vi concentrado para evitar que un golpe de ola le cruzara la popa. El Huayra comenzó a adrizarse y a correr como un potro desbocado. El anemómetro marcaba el máximo: cincuenta nudos. La corredera indicaba una velocidad de diez, once. Yo era poco práctica para estimar velocidades en millas náuticas, pero sabía que un nudo era una milla por hora y una milla mil ochocientos metros. La excitación me impedía reducirlos a kilómetro por hora, mi percepción habitual. Me bastaba con ver los bigotes amorronados apartándose a ambos lados de la proa y la estela, pura espuma, que se expandía tras la popa. La banderita uruguaya del obenque alto de estribor se desflecaba como si fuera de papel. Me pareció que volábamos multiplicando por tres la velocidad normal de crucero. No podía sacar los ojos del instrumental. Salvo para echar rápidas ojeadas al viejo y sorprenderme con su cara radiante de felicidad. Estaba muy concentrado, pero pendiente de mí. Vio mi ansiedad observando el instrumental. Me dijo a los gritos: ¡Si esto no amaina en dos horas, vas a tener que estar atenta a la ecosonda para avisarme cuando haya menos de tres metros! El ruido era aterrador. La mayor gualdrapeaba sonando como un timbal. La jarcia se estremecía. Todo el barco padecía una colosal convulsión. Pero aguanta, aguantará. ¡Aguante Huayra! ¡Cazá más el popel, el palo cae mucho a sotavento!, volvió a gritar. No entendí la orden. Tampoco sabía por qué esperaba que hubiera tan poca profundidad, ya que navegábamos sobre más de diez metros y corríamos alejándonos de la costa. Del Inglés, ni me acordé. El diálogo era imposible, apenas podía oír los gritos de Papá. Él, menos a mí; estaba corto de oído, digamos. Señalé mi oreja y negué con el índice. Respondió con un gesto que tomara el timón. Obedecí con pocas ganas. Papá buscó una palanca y bombeó para afirmar el popel, el cable que sostiene el palo por la popa. Bastó para sentirme más confiada. Los años no pesaban sobre los hombros de Papá. Fue más fácil de lo que imaginaba, el timón respondía como un manubrio de bicicleta. Pero sabía que la más mínima distracción, o si el barco se desviaba por un golpe de ola, costaría muy caro en la fracción de un segundo. Comenzó a llover. El cielo era plomo. ¡Está lloviendo!, le grité a Papá, con un dedo apuntando para arriba. Negó con la cabeza. ¡Es el mar!, alcancé a oírle. En la frontera y embravecido, Papá prefirió llamar mar a lo que todavía era el Río de la Plata. Vicomo el agua volaba. La fuerza del viento desprendía gotas horizontales desde la cumbre de las grandes olas, desafiando la ley de gravedad. Esa forma de “llover”, me asustaba más que el tamaño de las olas, cada vez más altas, cada vez de mayor amplitud, siempre con crestas rompientes
Era imposible ver el reloj. Habrían pasado dos horas. No llovió. Las salpicaduras de mar continuaban con intensidad. En la depresión de las ondas el viento amainaba. Soportábamos un pampero seco. Según la teoría de Papá, sería prolongado. Sólo cabía esperar que no se cumpliera la posible duración de varios días. Por el momento íbamos bastante bien. Me acordé de las palabras de Papá: En navegación, de todo, menos confort. Con las previsiones tomadas, hasta podría decirse que yo disfrutaba navegar en estas condiciones. Mi cuerpo estaba seco. El Patagonia era hermético. Me había envuelto en el cuello, como Papá, un empalme de paños higiénicos, a modo de bufanda. Así evitábamos que los salpicones corrieran hacia el interior de nuestros cuerpos. Fue una ocurrencia de él en la regata de las Mil Millas Chilenas, cuando padeció fríos y mojaduras en el despiadado Pacífico sur. Asocié recuerdos, pese a las azarosas circunstancias que estábamos viviendo: la asistencia al velero “Rock On”, embestido por orcas y hundido. El rescate en alta mar de la tripulación del velero. Su chanza, lo llamamos Rock Off’ después del incidente. La placa que luce en la cabina del Huayra reconociendo la hazaña. Alentada por los recuerdos, me dije: En el Huayra y con su capitán, puedo sentirme confiada.
¡Se largó del sudoeste, que no rote!, la voz se la llevó el viento. Vamos bien, joya, así con la genoa enrollada y tres manos de rizos, filadita la vela como está, si no se va al oeste pasamos cómodos. Todavía da para cazar un poco y orzar, o para filar una teta y derivar unos grados, si hiciera falta. Ahora, silencio y concentración.
El único silencio posible era el de nuestras voces. Bramaba el viento, la mayor, como un quejoso bandoneón, inspiraba en la cumbre de las olas y exhalaba en el seno. Flameaba con violencia al descargar el viento. Temíamos que se rifara. Todo el cablerío vibraba. En los temporales, Eolo templa las jarcias con acordes graves, me lo recordó con la mirada. Ese fue todo nuestro diálogo en las siguientes dos horas. Cruces de miradas y gestos nos permitieron estar comunicados. Cuando vi que la ecosonda marcaba cuatro metros, lo pateé y señalé el instrumento. Con la mano me dijo calma. Movió el timón hacia su cuerpo y comprobé en el compás diez grados de deriva. Nuevo rumbo 50 °. Levantó el pulgar y sonrió. El viento nos abate, nos aparta, aclaró. Si la corriente no nos juega en contra, creo que pasamos, volvió a gritar. Diez minutos después la profundidad era de tres metros. Un metro bajo el quillote, nada más. Sabía que en el banco había viejos barcos naufragados, hierros y chatarras peligrosísimos. Aunque Papá demostraba calma, yo creo que se estaba jugando. En determinado momento vi dos metros cincuenta. Lo pateé nuevamente pero, cuando él miró, la ecosonda acusaba nuevamente tres metros. Se mantuvo unos minutos, que para mí fueron horas. ¡La corriente está ayudando!, sonó como una bendición. Sucesivas observaciones: tres metros, tres metros, tres metros, dos noventa, dos ochenta, tres metros, tres veinte, tres cincuenta, tres ochenta, cuatro metros, seis!, seis!, ¡zafamos! Ahora el problema era pasar Flores y no caer sobre la costa, hay arrecifes a lo largo de los balnearios, entre Atlántida y la desembocadura del Solís Grande, como el bajo Solís, el de más afuera. Me lo había estudiado muy bien. También sabía que lo que fue una ventaja para superar el Banco Inglés, ahora nos complicaba. El abatimiento nos empujaba hacia los nuevos peligros, pero la corriente nos favorecía. No sé si lo suficiente. Conclusiones mías. Cuando me di cuenta de que el viejo parecía preferir mi ignorancia traté de aprender algo de navegación costera. Nunca le preguntaré si estaba en lo cierto. ¿Mis conjeturas? Artimañas para que no discutiera, o por la teoría del avestruz: para que mi cabeza estuviera metida en un agujero sin ver el peligro. Así, sin la carta de navegación a mano, a pura memoria, concluí: Así, si lográramos superar la isla de Flores, nos varamos en Atlántida.
El respiro que nos dio dejar a popa el Banco se prolongaba hasta un atardecer que marcaría la proximidad de la noche, cuando el peligro ya no inquieta, oprime. Una noche que no prometía la visión de las luces de la costa, ni la de las balizas y boyas que señalaban el peligro. El viento había rotado un poco hacia el oeste; Flores dejó de ser problema. Pero la costa estaba cada vez más cercana. Con el viento llegó el frío. Un frío que me cortaba la cara. Comprobé la sabiduría del viejo cuando me hizo abrigar más de lo que parecía razonable. Golpes de ola y salpicaduras nos empapaban, pero por dentro estábamos secos. Los guantes, protegían nuestras manos, la sal ardía en la cara y el cuerpo se enfriaba poco a poco. Las chuzas mojadas volaban con el viento, o se me pegaban en las mejillas como babosas, o impedían mi visión. Una vez que se escapaban de la capucha era imposible volver a meterlas. La próxima vez me rapo, me dije. Pensé en madre, preocupada desde el confort del hogar, escuchando el viento chiflar en las ventanas y viendo como los sauces del jardín se inclinaban ceremoniosos al paso del vendaval por San Isidro. Estará esperando nuestro llamado, ¿imaginaría nuestra aventura? No llamar sin necesidad había sido la consigna. No hablamos de imposibilidades. No sé si habrá señal. Probablemente sí. Desde abajo no sé. ¿Cómo hacerme entender con semejante batifondo? ¿Para qué? ¿Para preocuparla al cohete? Y ahora, en plena noche, ahora, ¿qué? Papá pareció oírme.
¡Estate atenta! ¡Me oís? Hay recalmones... voy a cazar la mayor lo más que pueda. Cuando afloje en un valle de las olas, trabucharemos. Vos pegá el golpe de timón hacia babor y saltá al otro lado. Ojo con el cinturón, que no te trabe los movimientos. Yo me ocupo de la mayor. Recemos para que no se rompa el palo.
Me asombré. Le agarró el misticismo al viejo. Que me hubiera pedido oraciones a mí, lo tomaría como una forma de decir. Ahora pide que recemos los dos. Rezaremos, si Dios nos lo permite. ¡Cuando te diga ya!... ¡Ya! Me fui con el cuerpo contra el timón, y me metí del otro lado. La vela pasó con violencia y Papá la soltó de inmediato. El barco se acostó. Entró una montaña de agua que inundó el cockpit. Me pareció que parte del agua entraba en la cabina. Quedé apretada con el cinturón en la borda que emergió del agua. Desde arriba, busqué a Papá entre la bruma salitrosa. Surgió de la ola cuando la cubierta salió a flote. Sus manos se aferraban al aparejo de la mayor. El cinturón se le engalletó en un molinete. Cuando el barco se estabilizó, vi su cara sonriente y, en una explosión de alegría, escuché el grito de su sapucay: ¡ORIBÉÉÉÉ!, ¡Se salvó el palo! No sólo el palo. ¡Te salvaste vos, viejo!
Por la banda de babor, ahora, cuando el viento cedía, podíamos orzar un poco para compensar la corriente, ayudados por el abatimiento favorable que nos apartaba de la costa. En estas condiciones era inimaginable intentar un arribo a Piriápolis. Punta Negra no sería problema, tampoco Punta Ballena, salvo que el viento se fuera más al sur. Después, la bahía de Maldonado, la isla Gorriti. Sabía que por allí estaba la “caldera” tan temida, con su historia de naufragios. Aquí me pierdo, pero sé que Papá conoce esas aguas como la palma de su mano. Había recalmones. Calmar eran vientos de cuarenta, cuarenta y cinco nudos. Después subía al tope del instrumento: cincuenta nudos. Ya sabremos lo que sopló cuando podamos leer los diarios. Escriben en mi idioma habitual, dirán que sopló más de cien kilómetros. Las condiciones de navegación eran ahora más confortables, no porque hubieran mejorado, sino por acostumbramiento. Golpes esporádicos de olas seguían salpicándonos. Papá timoneaba. ¿Cómo lo ves? Tres veces lo repetí. Finalmente me entendió.
Tengo Piriápolis a proa... Hay que seguir corriéndolo, imposible orzar... Creo que no habrá problema para dejar franca la Punta Negra... Parece que esto va a seguir... Pronto veremos las primeras estrellas... Es un pampero limpio... de esos que pueden durar varios días... más adelante podemos tener problemas... será peor si el viento rota al sur... lo más importante ahora es no agotarnos... dormirse al timón sería un desastre... descansá.... voy bien... por un rato.
Me tiré a lo largo de la bancada, me sujeté bien el cinturón y, convencida de que tan errada no había estado, me quedé profundamente dormida.
Algo me aplastó. Sentí una presión en la espalda, giré y me encontré de narices con una bota de Papá. ¡Turno! No bien tomé el timón, se tiró el viejo. Estaba reventado, no me dio ninguna indicación. Me alegré, porque también indicaba el grado de confianza que había ganado. Vi que el compás marcaba ochenta, noventa grados. Sabía que el reloj de la veleta no debía traspasar el eje de crujía, el viento había que tomarlo entre la popa y la proa, lo más cercano a la popa. Si trabucha, chau pichi. Miedo no tenía. Lo mejor de navegar es haber navegado, cuánta razón tenía el viejo que repetía incansablemente esa sentencia. Que el viejo duerma unas horas aquí afuera, salpicado, zamarreado, recobrando fuerzas. Ni soñar con que baje a cabina. Yo estoy bien, bastante descansada. Las nubes pasaban como bandadas de búfalos por sobre mi cabeza espantando a los corderitos que corrían sobre la superficie del mar, salpicado por las primeras noctilucas. En alguna parte estaría la luna. Tengo frío. Al rato lo vi dormido.
Una larga hora pasó sin mayores cambios, monótona y tensa. Viento, cuarenta y cinco, cincuenta nudos. Rumbo, ochenta noventa grados. Algunas luces de Piriápolis a proa, un poco más a babor. Primero fue un chasquido, que Papá no oyó. Después un nuevo ruido, similar al abrir de un cierre relámpago, enseguida ruido a trapos agitándose. Papá abrió un ojo y exclamó ¡Se rifó la vela! ¡Puta carajo!, dije yo, ¿qué hacemos? Nada, dejarla, que termine de romperse, después veremos. El barco parecía una coctelera. Igualmente el viento lo desplazaba a cuatro nudos, sin velamen. Cuando el viento culminó su tarea de hacer añicos la vela, Papá pidió mi colaboración para desenrollar unas pocas vueltas la genoa. El Huayra comenzó a navegar con un rumbo era sesenta grados. Así nos vamos a la costa. ¡Adentro nuevamente! ¿Ahora? Ahora, antes ataremos el timón a una banda. Y a dormir. Los dos, abajo; tenemos tiempo para una buena siesta y entrar en calor. No fue fácil pero lo logramos. Temblaba y castañeaban los dientes del viejo. Un cristal de sus anteojos estaba hecho añicos. La superficie astillada brilló con un relámpago. De cualquier manera no le servían para nada. El agua salada era un velo bien opaco. Pero él conocía de memoria su territorio. Bajé primero y lo ayudé. Me pareció que había perdido su fortaleza habitual. ¿Perdido su fortaleza habitual? ¿No sería mejor reconocer que estaba por cumplir noventa años? Tirémonos así, como estamos, sin sacarnos el traje de agua. Como pude, preparé una sopa bien caliente. Tuve que despertarlo para que la tomara. Le di también una barra de chocolate. Lo sequé como pude con una toalla y le tiré una frazada encima. Yo hice lo mismo. Ni siquiera pensé cómo saldríamos de esto. Dos minutos antes de estrellarse con un avión, ¿sería igual? La inminencia de una realidad fatal se compensa con la fuerza de una esperanza salvadora ¿El resultado es la nada? Hamacada por el mar, dormí como en una cuna lo que podría ser el último sueño. Del que me despertó Papá con una taza de café caliente...

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