martes, 15 de octubre de 2013

EL ECO DE TUS PASOS


“Si yo no tuviera memoria no podría imaginar”
Jorge Luis Borges

“La tarea de un escritor no es la de cambiar la vida, sino reflejarla y no dejarla morir en el olvido...”
Héctor Tizón



Por RAFAEL BELAUSTEGUI



lunes, 14 de octubre de 2013

CAPÍTULO I - LA LLEGADA

Me atraparon. Los cuadernos de Papá serán parte de mi vida hasta el punto final de la tarea que me he propuesto. Hace una semana llegamos con Federico a El Desquite. Hemos pasado unos días de campo a plena naturaleza, marcada por el color cobrizo del otoño y la tibieza de un sol que huye hacia el horizonte para desaparecer antes de lo que quisiéramos. Despertamos muy temprano con el mugido de vacas y terneros. Algún toro marca esporádicamente, en ese concierto, la nota grave del trombón. Aún no ha clareado y ya estamos charlando largamente con los encargados de esta tierra que Papá compró hace más de treinta años, cuando proclamó: planto bandera, ahora comienzo a ser, dejaré de representar. “Ser”, significaba que había llegado el tiempo de cumplir con las dos vocaciones que germinaron en su juventud: la poesía, novia bohemia que siempre amé, y cultivar la tierra. Tenía 70 años. Madre temió –me lo dijo- que se le esfumarían los ahorros que había acumulados cuando representaba.
Evitamos con Federico explicarles a Sabina y Marcos las razones de nuestra imprevista llegada, después de tan larga ausencia. Ni ellos lo preguntaron, soslayando indudables inquietudes. En estos días hemos recorrido el campo y revisado la hacienda. Federico felicitó a Marcos.
-Si usted ingeniero lo aprueba...
Anoche, finalmente, mandé un correo a madre dando razón de nuestras vidas y cuenta de nuestro silencio. Lo hice respetando la manera epistolar que ella prefiere. Jamás aceptó el formato electrónico. Aún no la habíamos llamado y ella tampoco lo hizo.

Para orion2@filo.uba.ar

Asunto -Carta desde El Desquite

“Madre: No llamé la noche de nuestra llegada porque era tarde y estaba agotada. Llegó el momento de ponerte al día. Los encargados nos recibieron con un plato caliente y frutas. La casa estaba húmeda y fría, como sintiendo la ausencia de Papá. Sabina lamentó que no le hubiéramos anticipado nuestra llegada. Parecían ansiosos por descubrir las razones. Presenté a Federico. Lo conocemos de mentas, dijeron. Esa noche nada más les dije, salvo que ya era hora de presentarles a quien desde hace tres años está conmigo y forma parte de la familia. Estaban preocupados por la fría humedad de la casa. La casa demora en calentarse. Desde que falta el patrón no encendimos la chimenea, se excusó Sabina. Marcos anunció un mayo de siempre, desapacible, gris, lluvioso. Celebró que hubiéramos venido antes de la siembra del trigo, para atendernos mejor y recorrer con tiempo el campo. Veré en qué momento les digo la verdadera razón de nuestra presencia. Trataré de postergarlo, mientras nos acomodamos y yo organizo mi tarea principal. Estaremos unos cuantos días, la casa tendrá tiempo para templarse, les dije. Indirectamente informaba que no sería una visita corta. Esa noche en el hogar ardieron grandes leños para asegurar, en pocas horas, un ambiente más confortable. Nos retiramos a descansar con un par de ginebras, para el mientras tanto. Era el rito de Papá, me enteré.
“Al día siguiente, después de desayunar, pedí que abrieran el escritorio, cerrado durante estos años. Don Marcos, custodio de la llave, declamó con cierto orgullo: Soy el guardián de este lugar, el templo del patrón Así lo mencionaba. Aquí no ha entrado nadie desde que me entregó las llaves, antes de volver a la capital. La última vez me llamo aparte y me dijo: tomalas, sin darme ninguna explicación. Le comenté a Sabina que algo andaría tramando. Ha pasado mucho tiempo, cada tanto abrimos para ventilar y sacudir el polvo que se filtra por las hendijas cuando sopla e viento del Oeste. Se encerraba horas y horas aquí. Escribía y leía viejos libros, traídos de a poco en cajas de cartón. La música traspasaba las paredes. Óperas, tangos, y una milonga, cantada por un dúo uruguayo, la misma, siempre. Lo interrumpí. El hombre de campo es palabrero, y yo ansiaba estar sola. Con pena, le dije: ¿qué le parece si la seguimos mañana Don Marcos? Como mande, patrona respondió. No me gustó tener que frenarlo. Papá me había participado su profunda amistad con esta gente, más allá de la relación laboral. Con su “como mande, patrona”, Marcos nos tiró de frente, con respeto, la innegable realidad de su dependencia laboral. Federico lo tomó afectuosamente del hombro y quedó como colgado del sesentón corpulento y campechano que lo arrastró hacia afuera. Cerré la puerta a mis espaldas y escruté el lugar. El corazón se me aceleró. Reconocí los libros de Papá, los trofeos ganados en regatas, los recuerdos traídos en sus viajes, las fotografías apoyadas contra los libros a lo largo de los estantes. Entre todos esos objetos, uno me paralizó. La foto que dominaba desde lo alto de la biblioteca. Cuatro rostros sombríos, duros, muy serios, que parecían mirar desde el más allá, alumbrados por un foco de luz directa que realzaba la penetrante fuerza de sus miradas. Era la fotografía de Matilde junto a sus tres hijos, Valeria, José y Martín, mis hermanos del primer matrimonio de Papá. ¿Es cierto, madre, que la foto fue tomada pocos días antes del secuestro de Martín?
“Había sobre el escritorio altas pilas de carpetas con los papeles de Papá: documentos, cartas, fotos, anotadores, recortes. Es lo que alcancé a ver en una primera visión muy rápida. Pienso que en los tres cuadernos y carpetas del maletín -que finalmente estaban aquí, como suponías- está todo lo que él no quería que se lo llevara el olvido. El maletín me espera junto al ventanal. Aquella pequeña valija es como un imán que atrae mi mirada.
“Tendré que compartir la tarea que fue la razón fundamental de este viaje con las otras que me has encargado: pagar cuentas, organizar la mudanza, liquidar el parque de automotores, las herramientas y maquinaria agrícola. Además, me las arreglaré para trabajar en lo mío. Madre, te hago una pregunta: ¿Qué haremos con el escritorio de Papá? ¿A dónde llevaremos todo lo que ha depositado en su “templo”? Solucionaré paso a paso las dificultades. Mientras tanto, trataré de avanzar en el libro todo lo que pueda. Quiero recuperar mi normalidad y cumplir con Papá. Liberarme de lo que he asumido como un mandato, sin serlo, pues no existió una voluntad claramente expresada. Aunque lo vivo como tal y me agobia y me agobiará, mientras no me saque esto de encima. Dicen que hay mandatos implícitos, que se asumen sin haberlos recibido. Vos lo sabrás mejor que yo, te habrá tocado interpretarlo en algún diván, ¿no? Quisiera concluir aquí, en este ámbito, las anotaciones para el libro que me propuse escribir, que ya ronda en mi cabeza y me pesa en el corazón. Federico me dará una mano en lo del campo Me ilusiono en que también podrá asistirme en esta otra tarea. Trataré de volver con una idea acabada del libro y con el esquema de una primera versión, para redactarlo a mi regreso. Quiero hacerlo personalmente, aunque me lleve un par de años, o más. No entregaré la redacción final a otras manos. Veremos. No tengo la facilidad de Papá para escribir. Anoche anduve desvelada por un problema. ¿Cómo distinguir su voz de de la mía? En mi cabeza retumban sus palabras mezcladas con mis pensamientos. Buena parte del texto que imagino se basa en nuestros diálogos a bordo del Huayra, en aquel viaje que no contó con tu aprobación. Una inconciencia, decías. Sospecho que temías un deschabe, ¿no? Hay cosas que es mejor dejarlas donde están, secretos de familia. ¿Para qué destapar ciertas las ollas? Comenté con Papá tu inquietud- Me guiñó el ojo. Lo cierto es que zarpamos y en cien días de navegación conocí al viejo como si hubiera lo hubiera parido.
“He notado que se me ha pegado bastante el estilo de Papá. No sé si por el influjo de la larga convivencia náutica o por su presencia fantasmal entre estas paredes. Temas para pensar y resolver. Lo hablaré con Federico, que de escribir no sabe un corno, pero derrocha sensatez.
M.”

domingo, 13 de octubre de 2013

CAPÍTULO II - LA NOTA

"Las estaciones trasmutan el color de los cipreses alineados en el horizonte. Marcan la frontera entre un espacio zoológico y vegetal y nuestra intimidad. Del otro lado, la pampa; de éste, las casas. En el idioma del hombre de campo el lugar donde uno vive se expresa en plural. El ocre de los cipreses calvos denuncia el comienzo del invierno. Aquí es muy frío. El invierno se anticipa en estas latitudes sureñas, y cuando el viento sopla del mar una humedad espesa impregna los ambientes. Sobre todo los orientados al sur, como el dormitorio. Deberán convivir con la maldad del clima sureño y pasar aquí muchas noches, largas noches. En cambio, podrán disfrutar el sonido del viento que silba en el follaje de las casuarinas y suena como un concierto de violines."
Estas líneas, de puño y letra de Papá, describen este lugar. Parece sugerirlo como el lugar ideal para... No quiero arriesgar una conclusión precipitada. Pero está claro que algo rondaba en su cabeza. Convivir con la maldad del clima sureño y pasar aquí muchas noches, largas noches... ¿Para qué, si no, para lo que sugiere en las líneas siguientes? La hoja manuscrita, arrancada de algún bloc, reposaba solitaria en un cajón del escritorio, como servida en bandeja. Los otros cajones, abarrotados de papeles, no se podían abrir. La nota avanza más explícita: Si mi ilusión se cumpliera, aquí tendrán .paz y tranquilidad para concentrarse en una tarea que no les será fácil. Y remataba con una de las suyas, yo andaré por ahí, por si me necesitan. Pluralizaba, incluyendo a madre, aun cuando sabía que no vendría porque detestaba el campo. Entonces, ¿quién si no yo era la destinataria de esas “Notas de última voluntad con recomendaciones para facilitar la reconstrucción de mi memoria”? Este era el manuscrito del cual me habló en el verano del 2017, durante el crucero por la costa uruguaya a bordo del Huayra. Entonces mencionó unas instrucciones dejadas en el escritorio del campo, acerca de unos cuadernos que había escrito durante varios años, guardados en un maletín junto con otros papeles. Pretendía que esos cuadernos -tres, creo recordar- no fueran llevados por el viento del olvido. Imaginaba que madre y yo los exhumaríamos para rescatarlos de las basuras que se van con uno. Arriesgó: Quisiera que se ocupen de perpetuarlos, aunque sólo sea en el estante de una biblioteca, al alcance de quien pudiera interesarles. Poco después del viaje, Papá murió de neumonía, Y por años nunca más en casa se habló del tema, salvo la vez que le pregunté a madre donde estarían esos cuadernos y me respondió que estaban en un maletín que se habría llevado al campo. Me pareció que eludía la respuesta precisa.
Le entregué a Federico el manuscrito. Le di también una copia impresa, dejada en el mismo cajón. La leyó con detención, me pareció que más de una vez. Alternaba el papel escrito a mano con la copia impresa. Sentado frente a mí, no me perdí uno solo de sus gestos. Cuando terminó de estudiarlo -fue más que una lectura- dejó caer las hojas con las dos manos sobre ellas, como para evitar que alguien se las llevara.
-Dejando de lado el contenido, tan ambiguo, tan poco explícito, ¿para vos ese manuscrito es un regalo venido del más allá, con esa extraña manera de expresarse?
-Eran sus maneras, me habitué a ellas.
-La letra de tu viejo es ilegible. Pienso que estaba muy interesado en que se leyera bien la nota, por eso les dejó la traducción -gesto de entre comillas- a máquina...
-A mi la copia me sugirió una idea. Hoy dormiré más tranquila.

sábado, 12 de octubre de 2013

CAPÍTULO III - TAREAS

Mi compromiso con madre era levantar la casa para desprendernos del campo. Alquilarlo, venderlo, no sabíamos aún. El maletín descansa sobre una mesa baja de pino rústico, junto a un jarrón azul con espigas de trigo de la última cosecha. Allí lo dejó Papá -lo supe por Marcos- cuando cerró y le entregó las llaves. Atrapa mi vista. Lo percibo hasta en la oscuridad de la noche. Respira, irradia energía. Me atrae como un talismán. Me llama sin nombrarme. Se interpone a mis pasos. Me sujeta. Irrumpe en mis sueños. He observado con atención otras cosas que convocan recuerdos. Los guerreros medievales de madera tallada, ordenados sobre el tablero de ajedrez en formación para el ataque. Los libros apilados aquí y allá, sin espacio en la biblioteca. Sobre la mesa del comedor la yerbera de plata del Alto Perú, regalo de casamiento de tatarabuelos de Papá, considerada muchos años una sopera, con el misterio de su tapa con llave. La enorme chimenea ocupa casi toda una pared. Encendida parece un incendio. Las paredes de ladrillo asentado en barro deslucen los cuadros. Una reproducción de “El Jardín de la Delicias”. El óleo de un paisaje costero, una ensenada tropical de aguas azules con laderas de palmas altas y casitas de techos rojos y azules, firmado por Roberto Álvarez Forn. “Caixa do Aço, Florianólolis”, reza la chapita de bronce. Una gran foto del Huayra, con la tripulación en cubierta, fondeado en una bahía cercada de montañas. “Isla Robinson Crusoe, Mil Millas Chilenas, ¡¡¡Primeros!!!”, leo escrito sobre el casco amarillo.
Era el rincón preferido de mi padre. En él permaneceré un tiempo indefinido, difícil de evaluar mientras no me sumerja en los cuadernos y decida cómo encarar las otras tareas. Tengo muchas ganas de zambullirme en los papeles de Papá. Esquivaré las otras ocupaciones, mientras pueda. Lo primero es un deseo, una voluntad. Lo segundo una obligación, un requerimiento, de madre.
Convine con Federico echar primero un vistazo a los papeles y planificar con tiempo el desguace del campo. Todo se hace más difícil después del hallazgo del templo de Papá. Una rápida lectura del material me llevará varias semanas. Además, no es sólo cuestión de leer. Tampoco bastará una trascripción literal al Word y apretar la tecla “enter”, tarea de mero copista. Por lo que he visto y parece sugerir Papá en sus Notas de última voluntad..., debo ordenar, seleccionar, descartar e incluir confesiones, testimonios y fragmentos dispersos en esos cuadernos y en cuanta carpeta, sobre, recorte y papelucho suelto ande por aquí.
¿Qué tiempo me llevará reflexionar y ponderar todo este material? ¿Cuándo definir la estructura de la obra para hacer soportable el contenido tan complejo y diverso de la vida de Papá? Pesado, muy pesado, en buena parte. Testimonios escritos, orales, fotográficos, periodísticos, epistolares, dispersos en registros de todo tipo. Algunos conservados en otras memorias a las que deberé acudir para alimentar la mía. Tarea no menor será investigar ciertas oscuridades, reconocidas por Papá, que no pudo -¿o no quiso?- resolver. Que otros lo hagan, si les vale la pena. Desentrañar y esclarecer esta papelería es un trabajo para hacer aquí, Menuda tarea quedará a para Buenos Aires, un garrón que no es para afrontar ahora, porque demandará muco tiempo.
Una traba que debo resolver es mi tendencia a sentirme inclinada a sostener ciertas ideas de Papá, por el simple hecho de que es mi padre. No en todo concordaba con él. Estoy dispuesta a impugnar lo que merezca mi discrepancia, con el debido respeto. Otra dificultad, no menor, es la de reconocer cuándo habla en serio y cuándo manipula con la ironía y la humorada. Las he visto rondar por aquí. Tendré que andar con cuidado para no meter la pata.
Si no hago este trabajo ahora no lo haré jamás. Es el momento oportuno. Madre esperó el suyo, manejando los tiempos y las circunstancias con paciencia y sagacidad. Y ahora, finalmente -¿mera coincidencia?- cuando encuentro el maletín, debo ocuparme también de las otras cosas que me ha pedido madre. Terminé mi carrera y no tengo aún obligaciones familiares ni laborales. Conservo las anotaciones que escribí y grabé en nuestros largos coloquios navegando con Papá. Pasaron seis años. Cuando navegamos yo era estudiante del último curso de periodismo. Él vio la oportunidad de que yo hiciera un trabajo práctico. Encierra una historia que no merece el desdén del olvido. En eso coincido con Papá. Sus cuadernos son mucho más que un diario personal. Contiene la crónica de hechos difusos conocidos por pocos, o desconocidos. En el contexto de las cosas que le pasaron a Papá, y a tantos argentinos en la segunda mitad del siglo pasado, lo padecido por él trasciende lo personal. Agradezco a madre haberme preservado el sosiego necesario en el último tramo de mis estudios. Ahora puedo trabajar para reconstruir la memoria de Papá. Valdrá el intento. Después, completaré la tesis y haré un postgrado en Letras. El viejo me hubiera agradecido esta variante del síndrome de “M´hijo el Dotor”. Después, habrá que largarse a volar.

viernes, 11 de octubre de 2013

CAPÍTULO IV - CUADERNOS

Ahí, junto a la ventana, espera el objeto, inanimado para quien lo mire, imperceptible hasta que lo enciende el resplandor mañanero que avanza desde el Este. Ese cuerpo asume plena identidad y presencia recién con los rayos del sol. Yo entonces, además, descubro un movimiento, como si respirara para mí, sólo para a mí. Cuando madre me habló de él, me dijo que adentro latía una vida. Es posible que esté hechizada por esas palabras. Es un fantasma que crea mi ilusión.
Confieso que me sorprendió la primera vez que Papá mencionó los cuadernos. Hasta entonces había eludido las confidencias, dejando en el aire alguna tímida pregunta arriesgada por mí. Papá era abierto y campechano, directo y de brutal sinceridad. Pero ¿quién podía sacarle de adentro esos callos de amores y dolores sepultados durante años en lo más hondo de su pecho? Era difícil atreverse a penetrar en su intimidad. Uno imaginaba que interponía una valla, pero no era así. Sabía marcar distancias para alejar a curiosos e impertinentes luciendo un carácter alegre y jovial que desconcertaba. Un día me soltó que durante años había escrito un diario personal, recuerdos de mi vida, observaciones sobre hechos que me interesaron, reflexiones deshilvanadas y poesías y cuentos, cuando podía. Escribir fue una de mis vocaciones, amé la literatura desde antes de tener la edad de amar.
Me lo dijo al timón del Huayra, el más durable de mis afectos. Lo tendré mientras pueda entregarle las tres cosas que los barcos demandan, como las mujeres: tiempo, cariño y plata. Si alguna faltara, mejor es abrirse. Radiante de sol, bronceado el pecho desnudo, aún fuertes los músculos de sus brazos, le fluía la vida a pesar de sus noventa años. Contradictorio y sorprendente, en ese momento de plena vitalidad me habló de la muerte,
el inexorable almanaque nos vencerá, pero presentaré lucha. Algún día me tocará perder, supongo... A la muerte sólo le pido que tarde en llegar y proceda rápido... Esos cuadernos los comencé hace muchos años, en un momento muy difícil de mi vida. Ignoraba lo que me tocaría vivir pocos años después... No sé que será de estos papeles cuando pulse el arpa o empuñe el tridente, vaya uno a saber cuál será mi destino. Le pediré a tu madre que los conserve un tiempo y, si no cayeran en manos dispuestas a lograr que trasciendan, que los queme antes de que amarilleen.
Mientras amaga la noche, mi vista se pierde en el parque que se desdibuja en el atardecer. Me acostaré temprano. Mañana, después del mate, enfrentaré el maletín que contiene los cuadernos. De ellos, a madre le habló más que a mí. Le confió que eran un testimonio descarnado, páginas enteras de exorcismo y catarsis, y le sugirió que, en su momento, me los entregara. A mí solamente me dijo que algún día los leería, pero nunca me reveló que fueran algo más que un diario de recuerdos personales. Hablé con madre después de mi reportaje flotante. ¿Qué hay de esos cuadernos que escribió Papá.? Recuerdo su largo silencio y su mirada perdida.
Largo silencio y mirada perdida fue también la de Papá cuando le pregunté, en una de esas calmas chichas que promueven las confidencias, sobre esas anotaciones.
- ¿En ellos escribiste la historia de la desaparición de mis hermanos, no es cierto?
Al rato, asintió con la cabeza.
¿Habló con madre de la poderosa muerte? Es probable, porque él no eludía el tema. La persistente tos y una fiebre que se prolongaba desde el regreso, debieron indicarle que había llegado ese momento.
Y aquí estoy yo ahora con los cuadernos de Papá que palpitan en ese maletín junto a la ventana.

jueves, 10 de octubre de 2013

CAPÍTULO V - PRIMER LLAMADO

No me interesaba una lectura cronológica de los cuadernos. A la mañana siguiente fui directo al hecho concreto que tenía en la mira. Una creciente compulsión me incitaba a abandonar las primeras páginas para ir, sin más vueltas, a la fecha del primer llamado. Fue el 2 de agosto de 1976. Papá vivía en Brasil. Matilde lo ubicó en un hotel de Riberào Preto,
finalmente se produjo el llamado que temía. La afligida voz de Matilde cuando respondí al teléfono en la madrugada, me hizo pensar lo peor. No era por José, al que suponíamos más expuesto. Era por Martín, el menor de nuestros hijos. Lo había tenido muy presente en los últimos días. El 27 de julio había cumplido veinte años. Matilde me dijo: “Se llevaron a Martín. Lo supe esta noche. A él, a su compañera Cristina y al hijito que esperaban”. Matilde me pidió que volviera, que la ayudara. Le dije que iría. Nos unió el llanto, interrumpido sin un adiós cuando corté la comunicación.
(2 de agosto de 1976)
Hojeo páginas cercanas. Una semana antes, el día del cumpleaños de Martín, y sin conocer aún lo sucedido, Papá escribió este poema:
LA ANGUSTIA
una ola asfixia mi garganta de sal
en los ojos, fuego
en el pecho, plomo
ay
recuerdos que olvidan
ay
deseos inútiles
ay
ilusiones que estallan
en espejos rotos
y la invasión amarga
que asedia antes del despertar
cuando no ha sonado la sirena de las siete
y las puertas están cerradas en la vieja fábrica
y las calles despobladas
¿realidad o sueño?
matan a Santucho en Buenos Aires
depositan un artefacto en Marte
en San Pablo
alguien en soledad
voluntaria
no deseada
gira iracundo los brazos
trata de asir afectos
en figuras de humo helado
cierra las manos y aferra
nada
allá quedaron los recuerdos
la esperanza de un reencuentro
y la distancia
y el tiempo
que deforma
todo
(27 de julio de 1976)
Junto a la página donde escribió el poema está la carta de Martín anunciando el hijo que nacería en marzo, fechada el día anterior a cumplir los veinte años. La carta de Martín comienza sugiriéndole a Papá que al mandar dinero por correo lo envuelva en papel carbónico, “para no recibir un papel rosa, sin los cruceiros anunciados, en una carta perfectamente cerrada”. Y luego, lo sustancial: “Ahora tomate otro vaso de vino porque viene una noticia bastante gorda: ¡VOY A SER PAPÁ!... como dice el refrán, no hay dos sin tres. Vale te dio a Tamara y José al Toti... espero darte el nombre de tu tercer nieto cuando lo hayamos decidido, y compartir, aunque sea desde lejos, la emoción de esta linda noticia. El jueves de la semana pasada el análisis confirmó el embarazo de Cristina. Ya debe tener un mes y medio, así que llegará para mediados de marzo. ¿Qué te parece?... espero que en agosto, con Analía, puedan encarar bien sus futuros. Mamá y Beto se van dentro de pocos días (a París), así que haceme llegar tus cartas a la dirección en Buenos Aires que te indico. Yo las voy a pasar a retirar. ¡Seguí escribiendo! Te mando un beso y un abrazo grande, mío y de Cristina. Suerte, y hasta pronto. MARTÍN ”
Papá supo por José que por casualidad, (¿casualidad?), encontró en el camino a Martín, quien alcanzó a decirle rápidamente (porque el partido no permitía encuentros callejeros): “Voy al correo a despachar la carta en la que le cuento al viejo que esperamos un hijo”. Me enteré de este episodio en una de mis pláticas abordo del Huayra. Lo anoté en mi agenda y lo subrayé con lápiz rojo, y en el margen coloqué un signo de interrogación. Me pareció un hecho demasiado fortuito. Papá no dudó; viniendo la información de José, para él era santa palabra.
La carta de Martín no parece la de un militante. ¿Lo era Martín? Fue el primero en caer y el último de los hermanos comprometido. Papá negaba su militancia activa, porque se movía sin ocultamiento, trabajaba con su documentación legítima, e indicaba las direcciones donde recibiría la correspondencia. Quiso ser solidario con ellos, no mantenerse al margen, estar presente, ayudarlos fraternalmente, sostenía Papá. Si bien su último domicilio fue una casita frente a la Puerta 8 de Campo de Mayo, Papá desechó lo que le dijeron algunos informantes, según él poco confiables: Que interfería mensajes militares. La electrónica era el “hobby” de Martín, que trabajaba en una importante empresa de comunicaciones. Lo envolvieron a Martincito en una intriga, la represión no admitía la menor sospecha, y lo condenaron. Veré qué más me dicen los cuadernos. Llama la atención que enviara direcciones por correo y que retirara personalmente la correspondencia. Quizá Papá haya tenido razón. Ya no está Papá para aclararlo.

miércoles, 9 de octubre de 2013

CAPÍTULO VI - POR MARTÍN

En San Pablo Papá no era feliz. El proyecto de reencauzar su segundo matrimonio no se concretaba. La esperanza de comenzar una nueva vida en Brasil con su segunda familia, se diluía día a día. Había logrado un buen empleo, lejos de una Argentina en crisis y de un Buenos Aires atroz. Su mujer Analía, sus hijos adolescentes Mara y Juan, y el pequeño Fabián, lo visitaron algunas pocas veces en el departamento de San Pablo, elegido con la ilusión de un reencuentro definitivo. Ella no se definía. Le decía que los chicos no se entusiasmaban con la idea de vivir en Brasil. Pero Papá sabía que la decisión era de la madre. El poema visionario que escribió el mismo día del secuestro de Martín, refleja esos sentimientos en las últimas líneas: Allá quedaron los recuerdos, la esperanza de un reencuentro. Había otra importante razón para vivir fuera de Argentina, quizás la principal. Buscaba un escenario diferente para favorecer la reconciliación y la reconstrucción de su hogar. Brasil era también un posible lugar para el exilio de Valeria y José, si lograba convencerlos de que salieran del país. Era una esperanza muy remota. La firmeza ideológica de esos hijos, la decisión de luchar a muerte después del secuestro de Martín, eran inconmovibles. Lo supe en algún puerto del otro lado del río, entre mate y mate, en la penumbra de la cabina del Huayra.
Ahora lo confirmo leyendo en el cuaderno,
Matilde pide que vaya Buenos Aires, que la ayude. Analía, invocando a Mara y Juan, pide que me quede. Es inútil, nada podrás hacer, insistía. Yo estaba casi convencido de que a mi querido hijo Martín lo habían matado después de horrendos tormentos. Así proceden. Pienso en Valeria y en José. Ellos querrán verme en Buenos Aires. Lo vano de mi presencia, en la óptica de Analía, no toma en cuenta mi responsabilidad paterna y mi profundo amor y admiración por esos hijos que se juegan la vida por sus ideas. Había también mucho miedo en ese pedido, buscaba sacar de la danza macabra a nuestros hijos. Me dicen amigos que el miedo está instalado en toda la sociedad, alimentado por una represión brutal que alcanza a familias enteras. Pensaré qué hacer. Aquí, nadie podrá aconsejarme, nadie me podrá comprender, nadie me escuchará en este páramo. Analía y esos chicos son mi familia actual. Son mi amor, son mis amores ausentes. Los espero en vano desde hace un año. Se repiten promesas incumplidas. Recibí hace poco una carta diciéndome:“Tengo muchas ganas de entregarme”. En su lenguaje críptico me dice que está despejando sus dudas. ¿O me ilusiono? Sin embargo, reafirma: “entregarme sin reservas, sin miedo”. Me convence, es su manera de decir que volverá conmigo. Mi largo trabajo por el reencuentro parece llegar a un buen final. Ojalá pueda, seguiré adelante la vida que elegí, aquí, junto a ellos. Valeria y José continuarán con la que optaron. Martincito cayó. Si viajo a Buenos Aires no haré nada que arriesgue mi vida, mucho menos la de Analía, o la de nuestros hijos. Tampoco renunciaré a mi responsabilidad de padre de Valeria, José y Martín. Tendré que definirme en las próximas horas.
(2 de agosto de 1976)
Supe lo que decidió cuando retomé la lectura después de un respiro. Envuelta en un poncho de Papá, caminé por el parque hasta que el frío y la noche me devolvieron al cuaderno, a esas líneas que, como siempre, en buena parte descifro apremiada por mi ansiedad,
llego de regreso a San Pablo después de trotar Buenos Aire, durante una semana, indagando el destino de Martín. Siempre en el corazón hay lugar para una esperanza. Pero vuelvo con la confirmación, no oficial -jamás podría serlo- de su muerte. Martín, el sereno, el reflexivo, el equilibrado, que fue tantas veces mi consejero, a quien yo le decía, parafraseando a Martín Fierro “hijo que da consejos más que hijo es un amigo”, ha muerto. Lo han asesinado. En otro momento escribiré largamente sobre él. Hoy recuerdo la pregunta de Juan cuando recibió la noticia: “Papá, ¿qué siente un padre que ha tenido un hijo así?” Cuando intenté una respuesta adecuada para un niño de once años, me respondió: “Pero murió por sus ideas”. La última imagen que tengo del hijo que me llevaron es verlo alejarse de la clínica de Tigre, donde visitó a Analía, internada por una operación menor. Lo vi caminar por la Avenida Cazón hacia la estación, hasta que dobló la esquina, para siempre.
(8 de agosto de 1976)
Hoy me senté bajo la sombra de los paraísos cercanos a la casa. A mi vista tengo la fuente comprada por madre para adornar el parque, con los dos angelitos regordetes, los “puttini”. Danzan sobre una plataforma desbordante de uñas de gato que vuelcan hasta el suelo con sus flores púrpuras, rodeada por tallos de agapantos que en el verano ofrecerán sus azules intensos. Descanso unos minutos. A lo lejos silba una perdiz. El día está sereno. Cúmulus muy blancos aseguran buen tiempo. Voy disfrutando mis nuevos conocimientos. Marcos me enseñó a reconocer el silbido de las perdices y Papá que esas nubes no preanuncian tormenta. Avanzo en la lectura,
no he logrado escribir todavía sobre la desaparición de mi hijo Martín. No he tenido más noticias de Buenos Aires. ¿Deberé convencerme de que está muerto? El dolor y la tristeza actúan como anestesia sobre mi capacidad para expresarme. Esta muerte sin entierro, sin pésames, la incertidumbre que impide el duelo, potencian mi desamparo en la tierra extranjera. Solía criticar la costumbre de enterrar. El hombre es el único animal que sepulta sus muertos, decía horrorizando a mi familia. Me burlaba del luto guardado por las mujeres con velos y de las corbatas y cintas negras en las mangas de los varones. ¡Costumbres ridículas!, vociferaba. Hoy me arrepiento de haber hostigado así a mi familia y comprendo la necesidad de ostentar la pena. Me defiendo de una manera simple: eludo pensar, esquivo los recuerdos. Meto mi cabeza en cualquier agujero oscuro. La opresión crece día a día. Algo pasará. No sé cuándo. Comparto mesas con hijos ajenos. Sonrío y juego con las criaturas. Por dentro, lloro. Isa me ofrece su amistad, me invita a su mesa, me acerca a sus hijos que podrían ser los míos. Y mientras por este lado soplan aires cálidos, un frío temporal del sur amenaza con su silencio. Martín, hijo mío, con tu desaparición termina una de mis pocas oportunidades de diálogo. Contigo yo hablaba y tu me escuchabas. Reflexionabas y yo entendía. Una vez me dejaste sin respuesta. Eras niño, muy niño, no tendrías más de cinco años, y me preguntaste: ¿Papá, cuando se acabe el tiempo, nosotros vamos a estar? Pero había quedado en no pensar.
(17 de agosto de 1976)
Isa era una amiga paulista que Papá recordaba con mucho cariño. Fue el soporte afectivo que tuvo en esos días. Navegando, la evocaba con frecuencia. Siguió siendo su amiga por muchos años. Supe que madre la conoció en Buenos Aires.
Nuevamente me distraigo. Una calandria impide el silencio. La voz de Papá se hace presente. Le pregunté si plagiaba,
no hay plagios en el lenguaje oral. Conversando las citas embellecen. No hace falta revelar el origen, suena pedante. “Prohijación de pensamientos” decía Unamuno, Y Borges sentenció: “Si mi carne humana asimila carne brutal de ovejas, ¿quién impedirá que la mente humana asimile estados mentales humanos?” El plagio existe cuando hay intención de robar ideas para comercializarlas. Dos personas, sin conocerse, pueden coincidir en el mismo pensamiento y con idénticas palabras. Claro, si en un texto se transcriben páginas enteras es distinto, ¿no?
Lo cierto es que la calandria que impidió el silencio me obligó a levantar la vista y observarla. Esa criatura frágil, pequeña, temerosa, desde la rama me ofreció un concierto digno de dioses. La interrupción me rescató del texto lacerante y pude vagar con la mente vacía por el cielo sin horizontes, extendido sobre el poncho otoñal de la pampa. Pensé continuar en otro momento, pero me topé con el poema:

RECUERDO DE MARTIN
La equívoca distancia del tiempo
imprime los matices del olvido.
La sangre mancha cuando está tibia,
después tiene el color de los viejos retratos,
que conservan imágenes e ignoran sentimientos.
¿Merece el dolor el homenaje del recuerdo?
¿Mañana será silencio nuestra cobarde debilidad?

No habrá sangre tibia ni dolor presente
cuando las muertes de nuestros hijos mártires
renazcan en las vidas del mundo que soñaron.
Ni cuando el soplo de sus últimos alientos
con el que hoy intentan atizar el fuego
sea la brisa que abrigue al hombre nuevo
(San Pablo, 25 de agosto de 1976)

¿Fueron mártires? ¿Fueron héroes? Discurrimos amarrados en algún puerto uruguayo. Me dio su visión sobre el tema. Para mí no fue suficiente. Quise seguir conversando, pero fue inútil. Me pareció que lo agobiaba. Lo hablaré con Federico.

martes, 8 de octubre de 2013

CAPÍTULO VII - DE LA FELICIDAD Y OTRAS TRISTEZAS

Me levanté temprano para enfrentar nuevamente los cuadernos. Me alcanzaron el mate y pedí no ser interrumpida hasta el mediodía. Está oscuro. Una ventana acusa la vaga claridad que avanza desde el lado del mar. Conocí esta historia de manera superficial y fragmentada en la quietud de la cabina del velero de Papá. ¿Habré hecho bien en zambullirme de cabeza en el primer llamado? Fue más que curiosidad, fue una compulsión sostenida por el recuerdo de las palabras de Papá,
de esto hablo cuando tengo que hablar. Ni mezquino ni pregono la historia. Evito andar exhibiendo el muñón. Muchas veces he callado por notar el desinterés del otro. La mayoría preserva su no saber nada, ni tener por qué saberlo, y mira para otro lado.
Ahora debo organizarme para una lectura metódica. Corro el riesgo de no poder armar un relato de interés sostenido, coherente y comprensible. Y empantanarme en un confuso entramado de sucesos y fechas para, finalmente, claudicar.
Aquí encuentro escritas palabras que escuché cuando por primera vez le pedí, con timidez, que me hablara de aquellos días que marcaron para siempre su vida, diez años antes de conocer a madre. Yo era una niña. Cuando dejé de serlo, quise saber más. Entonces Papá se soltó de una manera tan natural que comenzó a contarme sucesos tremendos como si contara historias ajenas. Fue un relato muy superficial que dejó en mí grandes espacios de dudas e intrigas. No me animé a pedirle precisiones y, cuando estuve a punto de hacerlo, remató la conversación con un todo está en mis cuadernos, que algún día leerás, pero no ahora.
Tengo ahora sobre el escritorio estos “Lanceros Argentinos de 1910”, que en su frente ostentaban la imagen de una lanza embanderada, proyectando su sombra sobre la tapa roja. Papá los bautizó “Cuadernos para ser feliz”, para gambetear la tristeza,
Comienzo, entonces, por el principio. Leo en la primera página,
quiero emprender la obra más importante de mi vida. La que debiera encararse desde el primer día, pero se posterga siempre hasta el último, cuando ya no es necesaria si se es hombre de religión, que no es mi caso. Hoy, 11 de diciembre de 1973, al dejar atrás mis 45 años, encaro esa tarea: Ser feliz. Quiero que mi obra tenga también como destino a quienes compartieron conmigo años de vivencias: recuerdos y olvidos; agresiones y amor; comprensiones e indiferencias; dar y negar; aceptar y rechazar; un vivir intenso o un mero estar vivo. Y soledades, sobre todo soledades. Esta mesa, en un bar de la esquina de Anchorena y Santa Fe, es para mí como una ventana frente al mar. Un vasto horizonte me desafía, me compromete. En el paisaje que se extiende ante mis ojos trato de descubrir tu figura, que es como una sonrisa. Confieso que mi felicidad es la nuestra, y que no podré comenzar a ser feliz sin aprender a admirar el brillo de tu sol y a respetar la libertad de tu gaviota. Miraré para adelante. Y solamente hacia atrás cuando sea necesario para no equivocar el camino. La felicidad es un estado del alma al que se arriba con esfuerzo. Hoy comienzo la tarea.
Lo imagino sentado a esa mesa, escribiendo esas líneas. Era el día en que cumplía cuarenta y seis años. Sin él saberlo, días más, días menos, nacía el “Huayra”, botado en diciembre del 73. Me enteré por la plaqueta adherida a un mamparo de su cabina. El “Huayra”, su entrañable velero, que fue durante más de treinta años su compañero de aventuras y refugio de desventuras. Ese himno a la esperanza que descubro en las primeras líneas, parece estar dirigido a Analía, su segunda mujer y madre de mis otros tres hermanos. Papá enfrentaba en esos días el descalabro de su matrimonio. Medito unos minutos estas líneas iniciales que declaman la voluntad de restablecer la armonía familiar. ¿Estarían ya separados? Buscando señales llegué a la conclusión de que aún vivía con su familia. Y que lo estaba pasando mal.
Más adelante,
pienso que soy capaz de trasmitir calidez si coloco mi mano sobre un hombro. ¿Pero cómo? ¿Acaso tengo fuerzas para levantar el brazo hasta la altura de tu hombro? Soy débil por la certeza de que para reconstruir debo destruir gran parte de los cimientos que todavía me sostienen. La felicidad es un estado del alma, sí. Pero lograrlo es una tarea agotadora, gigantesca.
(11 diciembre de 1973)
En estas primeras páginas campea un aire de melodrama, sobrevolado en buena parte con las alas sombrías de la tristeza. Aquí lo expresa descarnadamente,
alguien que leyó en mis ojos, me dijo: Estás triste. Yo no respondí. No lo sabía. Me sentía feliz, muy feliz, por mi decisión de encarar la felicidad como un objetivo y de luchar para alcanzarla. Me dicen que estoy triste. ¿Tristeza y felicidad pueden coexistir? ¿Se puede al mismo tiempo ser feliz y estar triste? Sostengo que sí.
(15 de diciembre de 1973)
Estos cuadernos son más que un diario íntimo. En ellos Papá soltaba su pluma intentando hacer literatura en prosa y en verso, y eran también un recipiente para desahogo de desdichas y confidencias. Hay páginas donde su estilo no fluye naturalmente: se enreda en barroquismos, me obliga a apelar al diccionario. En sus últimos años, cuando Papá dejó la corbata, pudo dedicarse más libremente a su vocación literaria; y su estilo fue más llano,
cuando no esté obligado a recorrer los caminos del mundo, comenzaré a transitar por mis rutas interiores.
Madre me aseguró que muchas veces le escuchó decir, ahora represento, pero algún día seré, agregando, con tono misterioso, tengo un compromiso con lo otro.
Del fuego de la chimenea queda apenas el rescoldo y más allá del ventanal la noche es una caverna. El plato de comida que preparó Sabina descansa, frío, en la mesa. Un mate lavado testimonia mi abandono. El hambre y el sueño me recuerdan la cama. Me llevo éste último registro, leído al azar, que escribió al volver a su quinta del Tigre, después de un viaje a Europa por razones de trabajo,
Analía duerme. Suena Bela Bartok en su “Mandarín Maravilloso”, con todo el esplendor de la orquesta. He leído en SER Y TIEMPO sobre desamparo y malestar en la existencia humana. Me obsesiona no estar seguro de poder distinguir entre sueño y realidad, entre verdad y fantasía. Lo que pasó, ¿fue? Ahora, ¿sueño? Mañana, ¿seré? Cierro los ojos mientras los parlantes emiten un coro barroco que resuena en mi cabeza dominada por el sueño. Apenas siento mi cuerpo, agotado por el cansancio. Vuelvo a Paris y en la Rue Rivoli te abrazo. ¿Habrá el corazón, cazador solitario, cobrado su presa?
(Tigre, 13 de febrero de 1974)
¿Ahora me lo decís, Papá? Ya no puedo preguntarte sobre tu presa parisiense. Tal vez madre sepa algo de esto.

lunes, 7 de octubre de 2013

CAPÍTULO VIII - LA FOTO






El crepitar de las chispas me desvía la mirada hacia el fuego. Observando el ritual de las llamas recordé cuando me dijo un hombre viejo no puede ser feliz añorando siempre la juventud perdida. Le eché una mirada de extrañeza. Agregó, hay niños más adultos que su edad. Insistí con un gesto de sorpresa, abriendo aún más los ojos y elevando las cejas. Entonces entonó con voz abaritonada y marcada desafinación una canción que evoca a un joven fusilado que eligió ser más viejo que su edad. Y la rubricó con estás palabras grabadas para siempre en mi memoria: ese joven fue feliz a pesar de su prematura muerte. Le comenté que me recordaba a la letra de un tango que él cantaba con frecuencia, cuando pregunta: “¿Quien se robó mi niñez?” Papá solo agregó: ¡Ah, la voz de Fiorentino! y, trascartón, cambió de tema para desconcertarme aún más asegurando que él creía en la resurrección.
Logrado el impacto continuó,
pero no de la muerte, sino de la propia vida. El hombre renace de sí mismo, como una serpiente de cuya piel sale otra que abandona a la anterior para continuar viviendo. La vida de un hombre se multiplica como pompas de jabón, que al reventar forman nuevas que estallan lanzando otras. Y así hasta la extinción total, hasta la inexorable y definitiva muerte. Somos un poco así. Ayuda a ser feliz saber que se puede ser uno y otro de manera sucesiva, en continua proyección.
Me invaden los recuerdos de las charlas con Papá en aquel verano, navegando la costa uruguaya. Afronté los temas más amargos. Le pedí que me hablara de esos hermanos que me observaban desde una fotografía en lo alto de su biblioteca de San Isidro. Una foto llena de misterio, cuatro imágenes fantasmales que emergen de las sombras irradiando una solemnidad de muerte. Esquivó, hablaremos, pero en otro momento.
Reencuentro aquella fotografía aquí, siempre en lo alto de la biblioteca, como iluminada por un rayo. Vigilan el ingreso al templo de Papá, Matilde y sus hijos, mis tres hermanos desaparecidos veintidós años antes de que me tuviera por primera vez en sus brazos. Valeria, mamá de Tamara; José, papá de Toni; y Martín, el primero en caer, con su compañera, que llevaba en el vientre su tercer nieto. De esa familla solo me quedaron dos sobrinos... ¡Veintitantos años mayores que yo! Y quedó esa foto, con vida propia y eterna.
¡Esa foto y esa familia!... Ojeando los cuadernos al azar encontré, en una de las últimas páginas, esta confesión,
he colocado la foto de Matilde con los chicos, tomada poco antes de que comenzara la tragedia, en lo alto de la biblioteca de mi escritorio. Por un tiempo la tuve en un mueble del living, pero esa imagen era para mí demasiado íntima y personal. Me acosaban preguntas de gente curiosa, para nada interesadas en la historia que podía contar, que seguramente ya conocían. Percibía una curiosidad morbosa, emboscando el “por algo será”. Ahora los chicos controlan el ingreso de extraños en mi escritorio; y esa presencia me recuerda que miles de rostros adolescentes están ahí, mirándonos, para que los argentinos tengamos vergüenza de ciertas cosas y coraje para otras.
(11 de junio de 1981)
Una foto de José estaba junto a estas líneas. Al dorso, de puño y letra, Papá transcribió:
En la foto se ve su gallardía, su valor, su aplomo, su confianza ilimitada en sí mismo, su incredulidad en la muerte (así, subrayado), y al mismo tiempo se ve que dentro de él hubo siempre un muchacho mujeriego y bromista y casi frívolo (que en otro tiempo y en otro país hubiera sido torero)”.
(Vista del amanecer en el trópico, Párrafo 87. Guillermo Cabrera Infante)
Necesito rebobinar mis recuerdos. ¿Qué más me dijo? Que pocos meses antes de que posaran para esa imagen, tomada por un fotógrafo de renombre, la situación era bien distinta. Cuando Papá se instaló en San Pablo sabía que José militaba en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Sospechaba que Valeria también, aunque no por sus confidencias. Ella era absolutamente hermética, Papá desconocía su grado de compromiso con la militancia. Afirmaba que José rechazaba la violencia, no lo veía en la lucha armada. Valeria lo preocupaba más, por su carácter fuerte, arrollador y vehemente. José adoctrinaba compañeros, repartía panfletos en las puertas de las fábricas, escribía artículos en revistas partidarias. José le confió que su misión era “concientizar” las bases. Gran lector, fue él quien a los catorce años le voló de la biblioteca las Obras Completas de Lenin. Papá las reencontró entre los libros de Matilde cuando los vichó en su velatorio. Me lo dijo cuando me confesó que Matilde organizaba para sus hijos clases de marxismo, dadas por Ismael Vides, compinche de Papá cuando militaban en la izquierda frondicista,
los mayores tenían, trece, catorce años. Matilde me consultó y no me pareció mal, admiraba a mis hijos ávidos de formación ideológica. Para ese entonces yo estaba en otra cosa, juntaba porotos para recomponer mi economía, porque salí pobretón de la política.
De Martín recordó que amaba la música y su guitarra, compañera inseparable. Se integraba a esa familia bien y con amor, y respetaba a sus hermanos mayores, a quienes les preguntaba por ciertas fotos pinchadas en las paredes: quién era el anciano de cabellera blanca y frondosa barba, quién el pelado con mirada de águila arengando a las masas, quién el de una estrella en la boina y semblante iluminado. Papá los visitaba con frecuencia. Separado de Matilde cuando Martín tenía cinco años, no fue nunca un padre ausente. Mantenía una buena relación con su ex mujer. Terminó esta evocación confesando la felicidad que sentía cuando iba a la casa de ellos. Le costaba abandonar el departamento de la calle Pueyrredón 1194, piso 11.

domingo, 6 de octubre de 2013

CAPÍTULO IX - SILENCIOS, DISTANCIAS, SENTIMIENTOS

Los cuadernos ocupan varias horas de mis días, de manera dispersa y desordenada. Fracaso en mi intento de organizar un método, de respetar la cronología. Me resulta mejor así. Quizás Papá me haya contagiado sus dispersiones y desórdenes. No es una crítica, eran claros rasgos de su temperamento. Ayer continué la lectura toda la noche, hasta que algún gallo anunció la llegada del alba. Casi no dormí. Me detuve en las páginas cercanas a la fecha del golpe militar del 24 de marzo de 1976. A partir de ahí leí y releí varias veces, antes y después de esa fecha. Me sorprendía no encontrar mencionado el acontecimiento, ni siguiera de manera tangencial. Era extraño. Valeria y José ya eran militantes muy comprometidos al producirse el golpe. José, además, ya operaba en la clandestinidad. La toma del poder por los militares involucraba mayores riesgos. “Aniquilar a la subversión” era la consigna proclamada desde el Poder Ejecutivo constitucional, días antes del golpe. Con los militares en el poder, no era un mero enunciado. Era la efectiva consigna para desatar una despiadada represión, el inicio del terrorismo del Estado. ¿Por qué entonces Papá soslayó la insurgencia militar? No hay una sola palabra sobre el llamado “Proceso de Reorganización Nacional”. ¿Por qué está ausente su inquietud sobre el mayor peligro que correrían sus hijos? Encontré expresada su aflicción más en su soledad, en su residencia en tierra extranjera, en la frustración por no haber podido recuperar la familia que había dejado en Buenos Aires, en el padecimiento de su amor imposible por una mujer. Pero no encontré ni una sola reflexión sobre la situación de Valeria y José. Que no mencionara a Martín, era razonable. Estudiaba, trabajaba en una empresa, tenía una novia hermosa y muchos amigos y una guitarra. Derrochaba felicidad y alegría paseando en su pequeña moto, novia y guitarra a sus espaldas. Poco después, Papá se enteró de que había vendido la moto y la viola para entregar el dinero al Partido.
¿Por qué el silencio? ¿Bloqueo, espacios, pausas convenidas, pausas impuestas? ¿Enojo? No entiendo ese mutis. Descarto el desinterés. Necesito aclarar los conos de sombra que hay en esta historia, las incertidumbres, las dudas, las sospechas que la sobrevuelan. Muchas de ellas están planteadas aquí, otras me las sugirió en nuestros diálogos náuticos, hace más de cinco años. Siempre de manera difusa, tangencial. Nunca pintó las escenas con realismo, daba brochazos sobre una tela en blanco, obligándome a mí a construir mi propia visión. Espero que el tiempo no haya borrado recuerdos importantes.
Hoy agregué varias leñas a la chimenea que consumía, con pereza, los troncos cargados bien temprano por Marcos. Seguí buscando datos que me ayudaran a aclarar esas dos cuestiones: el silencio sobre el golpe militar y el aparente distanciamiento de sus hijos. Encontré un sobre de papel madera conteniendo muchas cartas. Como estaban guardadas desordenadamente, mezclando fechas y remitentes, lo primero que hice fue clasificarlas. Comencé por las cartas de José. Papá tuvo con él siempre muy buena comunicación. José era el más dispuesto a escribir y tenía buena facilidad para expresarse. Lo hacía dentro del escaso tiempo que le dejaba la militancia. Padres, hermanos y amigos no dejaron nunca de recibir sus cartas. Yo había leído algunas reproducidas por Matilde en el libro “José”, que devoré en una noche. No lo volví a tocar; espero tener algún día ánimo para releerlo. Me pregunto: ¿Estas distancias, estos olvidos, estas postergaciones, no tendrían un fundamento similar?: postergar lo que duele. No fueron, por cierto, hojas que se llevaron los vientos del otoño.
Comienzo a avisparme leyendo una carta que José le escribió a Papá el 26 de marzo de 1976. La transcribo textual:
“Querido Papá: Por fin me decido a escribirte. Nuevamente siento esta resignación de hacerlo por escrito en lugar de encontrarnos. Ahora es más fácil porque estás en Brasil y nuestra comunicación tiene que ser por carta, necesariamente. Paseo siempre con el recuerdo de nuestro último encuentro. Las ‘profecías’ de las cartas, cuando decíamos ‘ya nos abrazaremos todos juntos, nuevamente’, se hicieron realidad. Fue un momento muy lindo el que tuvimos, que pasó como un relámpago iluminando todos estos días. Los vi a ustedes muy bien y muy contentos y eso también me gustó. Sólo faltaba ese airecito de encuentro rutinario, característico de toda reunión familiar, que permite conversar con tranquilidad, profundizar temas y observarse pasito a paso. Ahora, en un encuentro así se juntan muchas emociones y tensiones, lo que si bien es muy lindo dificulta otras cosas. Pero no importa, pasaremos por otros tantos encontronazos, hasta que podamos rehacer la sana rutina de los domingos. Y, ¿qué te pareció tu nieto?...”
Por lo visto, se encontraron durante algún viaje que hizo Papá a Buenos Aires. Me sorprendió el párrafo: “Los vi a ustedes muy bien y muy contentos y eso también me gustó”. No es habitual ese sentimiento filial, referido a la vida de su padre con la segunda esposa. Yo no lo tendría, o no lo expresaría con tanta franqueza. Se veía con José a pesar de la clandestinidad, se las arreglaban para mantener encuentros. Me sorprende que la carta, fechada el 26 de marzo de 1976, dos días después del golpe militar, tampoco mencione ese episodio de manera inicial y prioritaria. Comienza con ese largo párrafo expresando con vehemencia sentimientos de amor, como hijo y padre. La familia, la falta de familia, las ausencias, las distancias, la emociones por afectos entrañables, marcan de manera explosiva el reinicio epistolar con Papá. Retoma la escritura de esa carta dos días después. Lo aclara expresamente. Y entonces, recién entonces, habla del golpe militar. Afectado por un seguro incremento de la represión prioriza, sin embargo, sus sentimientos más tiernos, postergando el comentario político. El centro del escenario lo ocupa la angustia por la dispersión familiar. Como a Papá. También para él, el miedo pasa a un segundo plano.
Leo detenidamente lo que escribió de puño y letra, después del paréntesis de dos días Es un documento fuerte, discursivo e histórico. Una arenga. No es fácil encontrar correspondencia escrita en estas circunstancias por militantes desaparecidos. Por eso la transcribo sin cortes:
“Los milicos con el golpe inundan todos los lugares públicos, llenos de fierros y aparatos, transitan con vehículos de todo tipo por calles y rutas. Los pobres colimbas están muy cabreros y, como el presupuesto militar no es muy abundante, tienen que pasar días enteros con poca guita, poco morfi y en malas condiciones. Esto produce descontento en la tropa y la solidaridad de la población. Son los primeros vínculos entre los soldados y el pueblo, que sólo pueden estar en una sola trinchera. El Partido venía previendo el golpe desde hace rato, alertando a los compañeros, a los sectores progresistas y a la clase trabajadora, primera víctima del accionar de los milicos. Hasta ahora sólo han dado un manotazo en el vacío. Los trabajadores y la guerrilla esquivaron el golpe, tomando la actitud madura de no presentar flanco. Por otra parte el pueblo, en general, lo toma como algo ‘lógico’, coherente, ante la situación que se vive. Hay hasta cierta alegría. Esto se debe a que volaron Isabel y todos sus delincuentes. Hay mucha desconfianza y sólo en algunos sectores de la pequeña burguesía se ven ciertas expectativas favorables. Pero los milicos se enfrentan a un pueblo en estado de movilización, a una guerrilla sólida y a una situación económica desastrosa. Es un golpe ‘a la defensiva’ y ese carácter encierra su propio fracaso. Es una verdadera aventura descabellada, que sólo puede ser el umbral de la generalización de la guerra civil. Por ahora, tienen espacio para maniobrar políticamente, pero el ‘equilibrio’ no les va a durar más de dos meses. Sé que ves las cosas de otra manera y deberás estar con bastante expectativa con este golpe y la ‘cordura’, ‘discreción’ y ‘amplitud’ con que actuaron. Es cierto que algo de diplomacia política han aprendido estos milicos cuadrados, pero el pueblo aprendió mucho más. Con sólo ver los decretos dictados, comprendo que pasamos a una etapa de dura resistencia. Este golpe es algo totalmente irracional. Los milicos hacen lo que no querían hacer: salir a la calle, sin planes económicos y con un garrote en la mano que no asusta a nadie. Lamentablemente ha corrido mucha sangre en estos últimos años y eso ha hecho madurar a todos. Los milicos vienen a institucionalizar esa sangre y seguramente muchas vidas robarán al pueblo estos asesinos. Insisto en que económicamente están en una situación desastrosa. Con el préstamo del Fondo Monetario Internacional (127 millones de dólares) no van a ningún lado; el mismo costo del golpe ya es muy grande y si bien ese préstamo es una primera limosna, cuando pase la paz de los cementerios y renazca en distintas formas la tormenta de la lucha de clases, todos darán nuevamente vuelta la cara al país. Ahora sabemos que estos préstamos de hoy significarán mañana una intensificación de la crisis y mayor dependencia. En fin viejo, nadie para la cosa y se vienen tiempos difíciles. Estamos cada vez mejor y el golpe que sufrimos en Villa Martelli ha sido prontamente superado. Lo más importante -a vos te interesará- es que se están dando grandes pasos en la unidad con los ‘Montos’, cosa que aterra al enemigo y que seguramente aceleró la aventura golpista. También se ha formado una nueva unidad de guerrilla rural en el noroeste de Tucumán (la anterior operaba en el sudeste), dividiendo las fuerzas militares que desarrollan el operativo. En las fábricas, cada vez hay mas ‘soviets’, como dice Alsogaray, dirigidos por los Montos y el Partido. Me extendí un poco en el ‘panfleto’, pero sé que lo leerás con interés.”
Termina la carta, nuevamente, con una afectuosa referencia familiar:
“Cambiando de tema, te felicito por tu nuevo nieto. Me gustaría mucho poder ver a ese abuelo con sus dos nietos en los brazos, José”. Segundo nieto: se refería a Tamara, la hijita de Valeria, nacida el 7 de febrero de ese año.
Me impactó. ¿Cómo era posible tanta claridad conviviendo con semejante fantasía? En esa época, no era fácil pronosticar la situación de marginalidad y dependencia que originaría la deuda externa, así como la inutilidad de los préstamos del Fondo Monetario. Con Federico, convenimos en que los hechos le dieron la razón. La incompetencia del Fondo Monetario para resolver nuestros problemas quedó bien clara años después. En contrapartida, más allá de la indudable pureza de sus sentimientos, vistos casi medio siglo después, uno se pregunta: ¿Cómo podía sostener la utopía de un triunfo y la efectividad de una guerrilla rural? ¿Qué les hizo perder a José (y a todos ellos) el sentido de la realidad? Medidos a la luz del final trágico que sufrieron, qué descabellada utopía, qué ingenuidad ignorar que una supuesta alianza con los Montoneros no escondiera perversas intenciones. Cuánta inocencia en tan sanas intensiones, cuánta indiferencia por el riesgo de la propia muerte, por el temor a morir. No asoman en ningún momento.