En la penumbra de la cabina, entre fideos con tuco y vasos de vino, Papá prosiguió,
sería el año 85, u 86, no recuerdo. Pero habíamos recuperado la democracia. El país estaba exultante. Todavía gobernaba Raúl Alfonsín. Yo había renunciado a la empresa de King y tenía un buen trabajo en un grupo empresario al que le vendí horas hombre durante diez años. Si alguna vez curioseás mis cuadernos tendrás pantallazos de mi vida de entonces. Mal, no me iba. Vendía bien el producto rubricado con mi firma. Progresé siguiendo mis prioridades. Primero el barco. Del Takuna, de siete metros, al Cabochard de nueve. ¿Cuántos veranos nos quedan para seguir pasándola bien?, me dijo un amigo. Y me convenció. Rompí el chanchito y me compré el Cabochard. Navegué todo lo que pude. Los fines de semana, y alguna escapadita en día laboral, con la complicidad de mi secretaria.
-Madre te cubría las espaldas...
Me guiñó el ojo y continuó,
corrí todas las regatas que pude. En el río, en estos mares y más allá. Corrí con el Cabochard a Río de Janeiro. En esos entusiasmos andaba cuando me anoté para regatear en solitario cruzando hasta la costa uruguaya. Hasta Riachuelo, donde hicimos una escala hace unos días. Cruzar el río solo, en regata, era una experiencia imperdible. Para poder regresar acompañado le pedí a un amigo que se embarcara en uno de los yates que el club organizador ofrecía para facilitar los regresos.
-¿Dónde aparece tu coronel? ¿Abrimos otra botellita?
Había aprendido a interrumpir las arengas de Papá, siempre con algún motivo fútil; cuando empezaba a largar el rollo no era fácil pararlo. Los viejos tienen esa tendencia. Se ponen conversadores y repiten, repiten, Papá también, pese a su persistente jovialidad. Imagino que tienen mucho para contar. Leyendas, chismes, situaciones, secretos de familia, patrañas que, en general, no interesan. Sucesos de otra época, con palabras que ya no se usan. Cuando encuentran interlocución, se aprovechan. No era mi caso, claro. Su historia era mi historia y pactamos que me la contara. De paso iba atando cabos con los cuentos que le escuchaba a Papá y alimentaba mi propio fichero. Su actitud ante la interrupción fue la de siempre, tomar un resuello para poder continuar.
-Sí.
Se produjo un corto silencio. Después de un buen trago, continuó,
cuando crucé las farolas de la escollera, vi brazos haciendo señas desesperadas de dos jóvenes que saltaban para hacerse ver. A mitad del muelle, sobre las piedras, reconocí a Marcelo, mi tripulante para el regreso, acompañado por una joven apoyando sus ademanes. ¿Dónde subimos, dónde subimos?, alcancé a oír sus gritos. Les hago señas indicando un lugar más adelante. ¡Queremos estar a bordo cuanto antes!, insistían. Les vuelvo a hacer señas, hacia un lugar más allá de las piedras de la escollera. Cuando los tuve a tiro para gritarles que caminaran hasta donde yo pudiera embicar la proa en la orilla para subirlo, Marcelo me pidió embarcar a la joven que lo acompañaba. Es periodista, vino conmigo en el mismo velero. Los dos necesitamos estar cuanto antes a bordo del Cabochard. ¡No sabe las que pasamos! ¡Fue un cruce de terror! Mi intriga crecía. ¿Qué habrá pasado? Hubo poco viento en todo el trayecto, la regata se prolongó casi el doble del tiempo estimado. Amarrados al muelle, los invité a sentarse en la cubierta, para hablar.
-Preferimos hacerlo adentro de la cabina.
-Bajemos.
-No sabe la que pasamos.
-El tiempo fue muy bueno, casi no hubo viento y el río estuvo planchado.
-No fue ése nuestro problema. Fue con el dueño del barco. Éramos seis tripulantes, Carmina mi compañera y yo, los dos de veinte años, éramos los de más edad. Partimos de noche, a motor. Apenas salimos el dueño del barco nos gritó: “¡Pónganse los abrigos!” Casi todos dijimos que no teníamos frío, el tiempo estaba agradable. El tipo se puso loco, gritó más fuerte: “¡Acá se cumple lo que yo ordeno. Pónganse las camperas, carajo!” Carmina, yo y algunos más, tratamos de resistirnos. Entonces el tipo sacó de la taquilla una pistola enorme, la iluminó con la linterna y gritó: ¡Ven esta Mágnum. Con ésta maté pibes como ustedes. Si no me hacen caso les va a pasar lo mismo!
-Qué delirio! Es un milico... para no creer. ¿Y qué pasó?
-Nos pusimos los abrigos, obvio, y nos cagamos de calor. A cada rato el tipo bajaba con la linterna para comprobar que no nos habíamos rebelado. Carmina intentó insistir. ¿Sabe lo que le dijo? ¡Vos callate, que a pibas como vos también maté. Por eso le pidió volver con usted.
-Venía para hacer una nota para la revista Barcos. ¡Qué nota podría hacer! Mejor no me meto en líos. Vaya uno a saber quién es este tipo, comenta Carmina.
-¿Saben cómo se llama?
-Nos dieron el nombre del barco; el dueño era un tal Roldés, o algo así.
-¿Era morocho, poco pelo y encrespado, más bien retacón, con anteojos redondos?
-Sí, sí, así era.
-¿No sería el Coronel Roualdez?
-Coronel, no sabemos. Pero ese era el apellido, Roualdez ¿Roualdez, no?, y se miran entre ellos.
-El Coronel Roualdez, era la mano derecha del General Suárez Mason, principal responsable de la desaparición, secuestro y muerte de miles de jóvenes, entre ellos mis tres hijos. Hoy nadie duda que ese fue el destino final de los desaparecidos.
Les conté mi escarmiento cuando lo entrevisté hace unos años, en un momento de inmensa desesperación.
-¡No se puede creer! ¡Qué delirio! ¡Justo nos toca a nosotros ese loco!
-Lo que no puede creerse es que este hijo de mil putas tenga un velero. La navegación es una actividad incompatible con monstruos de esa calaña.
-El barco es nuevo, tendrá diez metros de eslora. El tipo no sabe nada de navegación. Cuando quisimos poner velas, al soplar una brisa, se negó. “Vamos a seguir a motor”, ordenó. ¡Quién iba a discutirle!
-No merece un velero, es escuerzo de otro pozo. ¡Habría que hundírselo, muchachos!
*
¡Habría que hundírselo! La expresión quedó flotando en el aire espeso de la noche. Descendimos a cabina. Era tarde y el día había sido agotador. Unas cocas, unas empanadas, y a las cuchetas, a dormir. A la mañana siguiente los zorzales se encargaron de despertarnos. Tomamos unos mates con tortas fritas y nos dispusimos a levantar el fondeo para partir. Había pocos movimientos en los barcos amarrados. Las tripulaciones trasnochan, beben, cantan, hacen bromas, chismean hasta la madrugada, fanfarronean a grito pelado. Nosotros ni los oímos. No era solamente el cansancio lo que nos excluyó del festín. Después de levar el ancla fondeada a popa, y desamarrar los cabos de proa de las bitas del muelle, nos deslizamos sigilosos, con el motor a bajas revoluciones, para no importunar a los agotados colegas. Marcelo iba en la proa, vigilando. Había que sortear los obstáculos que pudieran complicarnos. El río tiene recodos estrechos y cabos o cadenas podrían enredarse en nuestra hélice. Le había pedido a Marcelo mucha atención, de manera que cuando gritó: ¡Mire, mire, mire, capi!, instintivamente puse en retroceso la marcha. ¿Qué, hay un cabo cruzado?, grité. No, no,... fíjese allá, en la desembocadura... hay un mástil inclinado, caído hacia la orilla... ¡Un barco hundido!
Había un barco hundido. Lo comprobamos al llegar a la boca. El barco hundido era el del Coronel Roualdez. Vimos que un poste lo atravesaba desde el fondo del casco, penetraba a través de la carroza y salía por la escotilla. En derredor flotaban todo tipo de pertrechos, alejados por la corriente río afuera, en silenciosa marcha fúnebre, por el medio de las escolleras: almohadones, colchonetas, ropas, salvavidas, defensas, botellas, latas de conserva, ‘tupperwares’, cartas naúticas, un ‘Log Book’ desplegando sus tapas como una mariposa azul ahogada, jabones, lechugas, repollos, bananas, naranjas, papas, cebollas, alimentos de todo tipo. No vimos la Magnum, porque no flota. Pero vimos al Coronel sentado en la orilla, rodeado de lo que pudo salvar del desastre, tratando de pescar con el bichero todo objeto flotador cercano, como un náufrago desesperado, inspirando piedad y compasión. A todos, menos a nosotros que celebramos la escena. Escuché el siguiente diálogo:
-Pobre tipo, mirá lo que le pasó.
-Se lo merecía, che, respondieron. Le dijimos que allí no amarrara, porque debajo había postes de un viejo muelle hundido. El río estaba muy crecido, advertimos. Cuando baje se los ensartarán. Ustedes quieren el lugarcito, para sus amigotes. ¿Se creen que soy estúpido?, se burló. Ahora que se joda, sentenciaron algunos.
Les dije a mis tripulantes que era el poder de mi mente. Lo hundí yo esta madrugada mientras ustedes dormían. Hice un esfuerzo de concentración mental y repetí: no tiene derecho, no tiene derecho, no tiene derecho... ¡Que se le hunda! ¡Que se le hunda! ¡Que se le hunda! Cuando ustedes lo cuenten nadie les creerá. Pero cuéntenlo. Vieron que fue así. No fue una alucinación.
Terminado su relato quedamos en silencio, frente a frente. La voz del viejo deambulaba por mi cabeza. Me tomó la mano y yo no se la solté. No se lo había notado antes, pero su barbilla acusaba un ligero temblequeo.