sábado, 31 de agosto de 2013

CAPÍTULO XLV - NAUFRAGIO DEL CORONEL


En la penumbra de la cabina, entre fideos con tuco y vasos de vino, Papá prosiguió,
sería el año 85, u 86, no recuerdo. Pero habíamos recuperado la democracia. El país estaba exultante. Todavía gobernaba Raúl Alfonsín. Yo había renunciado a la empresa de King y tenía un buen trabajo en un grupo empresario al que le vendí horas hombre durante diez años. Si alguna vez curioseás mis cuadernos tendrás pantallazos de mi vida de entonces. Mal, no me iba. Vendía bien el producto rubricado con mi firma. Progresé siguiendo mis prioridades. Primero el barco. Del Takuna, de siete metros, al Cabochard de nueve. ¿Cuántos veranos nos quedan para seguir pasándola bien?, me dijo un amigo. Y me convenció. Rompí el chanchito y me compré el Cabochard. Navegué todo lo que pude. Los fines de semana, y alguna escapadita en día laboral, con la complicidad de mi secretaria.
-Madre te cubría las espaldas...
Me guiñó el ojo y continuó,
corrí todas las regatas que pude. En el río, en estos mares y más allá. Corrí con el Cabochard a Río de Janeiro. En esos entusiasmos andaba cuando me anoté para regatear en solitario cruzando hasta la costa uruguaya. Hasta Riachuelo, donde hicimos una escala hace unos días. Cruzar el río solo, en regata, era una experiencia imperdible. Para poder regresar acompañado le pedí a un amigo que se embarcara en uno de los yates que el club organizador ofrecía para facilitar los regresos.
-¿Dónde aparece tu coronel? ¿Abrimos otra botellita?
Había aprendido a interrumpir las arengas de Papá, siempre con algún motivo fútil; cuando empezaba a largar el rollo no era fácil pararlo. Los viejos tienen esa tendencia. Se ponen conversadores y repiten, repiten, Papá también, pese a su persistente jovialidad. Imagino que tienen mucho para contar. Leyendas, chismes, situaciones, secretos de familia, patrañas que, en general, no interesan. Sucesos de otra época, con palabras que ya no se usan. Cuando encuentran interlocución, se aprovechan. No era mi caso, claro. Su historia era mi historia y pactamos que me la contara. De paso iba atando cabos con los cuentos que le escuchaba a Papá y alimentaba mi propio fichero. Su actitud ante la interrupción fue la de siempre, tomar un resuello para poder continuar.
-Sí.
Se produjo un corto silencio. Después de un buen trago, continuó,
cuando crucé las farolas de la escollera, vi brazos haciendo señas desesperadas de dos jóvenes que saltaban para hacerse ver. A mitad del muelle, sobre las piedras, reconocí a Marcelo, mi tripulante para el regreso, acompañado por una joven apoyando sus ademanes. ¿Dónde subimos, dónde subimos?, alcancé a oír sus gritos. Les hago señas indicando un lugar más adelante. ¡Queremos estar a bordo cuanto antes!, insistían. Les vuelvo a hacer señas, hacia un lugar más allá de las piedras de la escollera. Cuando los tuve a tiro para gritarles que caminaran hasta donde yo pudiera embicar la proa en la orilla para subirlo, Marcelo me pidió embarcar a la joven que lo acompañaba. Es periodista, vino conmigo en el mismo velero. Los dos necesitamos estar cuanto antes a bordo del Cabochard. ¡No sabe las que pasamos! ¡Fue un cruce de terror! Mi intriga crecía. ¿Qué habrá pasado? Hubo poco viento en todo el trayecto, la regata se prolongó casi el doble del tiempo estimado. Amarrados al muelle, los invité a sentarse en la cubierta, para hablar.
-Preferimos hacerlo adentro de la cabina.
-Bajemos.
-No sabe la que pasamos.
-El tiempo fue muy bueno, casi no hubo viento y el río estuvo planchado.
-No fue ése nuestro problema. Fue con el dueño del barco. Éramos seis tripulantes, Carmina mi compañera y yo, los dos de veinte años, éramos los de más edad. Partimos de noche, a motor. Apenas salimos el dueño del barco nos gritó: “¡Pónganse los abrigos!” Casi todos dijimos que no teníamos frío, el tiempo estaba agradable. El tipo se puso loco, gritó más fuerte: “¡Acá se cumple lo que yo ordeno. Pónganse las camperas, carajo!” Carmina, yo y algunos más, tratamos de resistirnos. Entonces el tipo sacó de la taquilla una pistola enorme, la iluminó con la linterna y gritó: ¡Ven esta Mágnum. Con ésta maté pibes como ustedes. Si no me hacen caso les va a pasar lo mismo!  
-Qué delirio! Es un milico... para no creer. ¿Y qué pasó?
-Nos pusimos los abrigos, obvio, y nos cagamos de calor. A cada rato el tipo bajaba con la linterna para comprobar que no nos habíamos rebelado. Carmina intentó insistir. ¿Sabe lo que le dijo? ¡Vos callate, que a pibas como vos también maté. Por eso le pidió volver con usted.
-Venía para hacer una nota para la revista Barcos. ¡Qué nota podría hacer! Mejor no me meto en líos. Vaya uno a saber quién es este tipo, comenta Carmina.
-¿Saben cómo se llama?
-Nos dieron el nombre del barco; el dueño era un tal Roldés, o algo así.
-¿Era morocho, poco pelo y encrespado, más bien retacón, con anteojos redondos?
-Sí, sí, así era.
-¿No sería el Coronel Roualdez?
-Coronel, no sabemos. Pero ese era el apellido, Roualdez ¿Roualdez, no?, y se miran entre ellos.
-El Coronel Roualdez, era la mano derecha del General Suárez Mason, principal responsable de la desaparición, secuestro y muerte de miles de jóvenes, entre ellos mis tres hijos. Hoy nadie duda que ese fue el destino final de los desaparecidos.
Les conté mi escarmiento cuando lo entrevisté hace unos años, en un momento de inmensa desesperación.
-¡No se puede creer! ¡Qué delirio! ¡Justo nos toca a nosotros ese loco!
-Lo que no puede creerse es que este hijo de mil putas tenga un velero. La navegación es una actividad incompatible con monstruos de esa calaña.
-El barco es nuevo, tendrá diez metros de eslora. El tipo no sabe nada de navegación. Cuando quisimos poner velas, al soplar una brisa, se negó. “Vamos a seguir a motor”, ordenó. ¡Quién iba a discutirle!
-No merece un velero, es escuerzo de otro pozo. ¡Habría que hundírselo, muchachos!

*
¡Habría que hundírselo! La expresión quedó flotando en el aire espeso de la noche. Descendimos a cabina. Era tarde y el día había sido agotador. Unas cocas, unas empanadas, y a las cuchetas, a dormir. A la mañana siguiente los zorzales se encargaron de despertarnos. Tomamos unos mates con tortas fritas y nos dispusimos a levantar el fondeo para partir. Había pocos movimientos en los barcos amarrados. Las tripulaciones trasnochan, beben, cantan, hacen bromas, chismean hasta la madrugada, fanfarronean a grito pelado. Nosotros ni los oímos. No era solamente el cansancio lo que nos excluyó del festín. Después de levar el ancla fondeada a popa, y desamarrar los cabos de proa de las bitas del muelle, nos deslizamos sigilosos, con el motor a bajas revoluciones, para no importunar a los agotados colegas. Marcelo iba en la proa, vigilando. Había que sortear los obstáculos que pudieran complicarnos. El río tiene recodos estrechos y cabos o cadenas podrían enredarse en nuestra hélice. Le había pedido a Marcelo mucha atención, de manera que cuando gritó: ¡Mire, mire, mire, capi!, instintivamente puse en retroceso la marcha. ¿Qué, hay un cabo cruzado?, grité. No, no,... fíjese allá, en la desembocadura... hay un mástil inclinado, caído hacia la orilla... ¡Un barco hundido!
Había un barco hundido. Lo comprobamos al llegar a la boca. El barco hundido era el del Coronel Roualdez. Vimos que un poste lo atravesaba desde el fondo del casco, penetraba a través de la carroza y salía por la escotilla. En derredor flotaban todo tipo de pertrechos, alejados por la corriente río afuera, en silenciosa marcha fúnebre, por el medio de las escolleras: almohadones, colchonetas, ropas, salvavidas, defensas, botellas, latas de conserva, ‘tupperwares’, cartas naúticas, un ‘Log Book’ desplegando sus tapas como una mariposa azul ahogada, jabones, lechugas, repollos,  bananas, naranjas, papas, cebollas, alimentos de todo tipo. No vimos la Magnum, porque no flota. Pero vimos al Coronel sentado en la orilla, rodeado de lo que pudo salvar del desastre, tratando de pescar con el bichero todo objeto flotador cercano, como un náufrago desesperado, inspirando piedad y compasión. A todos, menos a nosotros que celebramos la escena. Escuché el siguiente diálogo:
-Pobre tipo, mirá lo que le pasó.
-Se lo merecía, che, respondieron. Le dijimos que allí no amarrara, porque debajo había postes de un viejo muelle hundido. El río estaba muy crecido, advertimos. Cuando baje se los ensartarán. Ustedes quieren el lugarcito, para sus amigotes. ¿Se creen que soy estúpido?, se burló. Ahora que se joda, sentenciaron algunos.
Les dije a mis tripulantes que era el poder de mi mente. Lo hundí yo esta madrugada mientras ustedes dormían. Hice un esfuerzo de concentración mental y repetí: no tiene derecho, no tiene derecho, no tiene derecho... ¡Que se le hunda! ¡Que se le hunda! ¡Que se le hunda! Cuando ustedes lo cuenten nadie les creerá. Pero cuéntenlo. Vieron que fue así. No fue una alucinación.
Terminado su relato quedamos en silencio, frente a frente. La voz del viejo deambulaba por mi cabeza. Me tomó la mano y yo no se la solté. No se lo había notado antes, pero su barbilla acusaba un ligero temblequeo.


viernes, 30 de agosto de 2013

CAPÍTULO XLVI - FANTASMAS


Los fantasmas del pasado vuelven a visitarlo,
hoy sucedió algo muy extraño. Analía me llamó para avisarme que alguien me buscaba para entregarme unos documentos de Martín, encontrados al azar. ¡Documentos de Martín, desaparecido hace dos años! Anoté el número telefónico y la dirección y salí corriendo hasta el domicilio indicado Me entregaron varios documentos personales de Martincito: el de identidad; dos registros: uno para conducir automóviles y otro para motocicletas; un certificado de grupo sanguíneo; dos credenciales de Motorola Argentina, donde trabajó hasta el día de su secuestro; y una tarjeta personal mía, con la dirección y el teléfono comercial en Buenos Aires y al dorso los de San Pablo. El hombre me recibe en una casa de barrio, es de aspecto modesto y se presenta como empleado de General Motors. Le pregunté por qué tenía esos documentos de un hijo mío fallecido –así se lo expresé- hace casi dos años. Los encontré metidos entre asiento y respaldo de un vagón de tren, explicó. Recibo la documentación y vuelvo a casa muy alterado, preguntándome por qué dieciocho meses después del secuestro de mi hijo aparecen documentos supuestamente perdidos o abandonados en un tren. ¿Significará que el dulce, el tierno Martincito, aún podría estar vivo? Traté de no pensar, mantener la mente en blanco. Tomé un calmante, mañana será otro día.
(1 de marzo de 1978)

Papá atiende un llamado de Matilde desde París. Había recibido la carta en la que le contaba la aparición de los documentos. Martín los perdió en un tren en mayo de 1976, dos meses antes de su desaparición. No encuentran explicación para tan extraño hecho. ¡Que aparezcan un año y medio después! Papá no deposita ninguna esperanza en este hecho. Para Matilde podría ser un indicio, una señal. Me invade la niebla de la tristeza.          

*
Continúan los remezones. El 21 de marzo, diez días después, llama nuevamente Matilde desde París. Había una novedad de extrema importancia. Le pide que vaya con urgencia; también Augusto, de ser posible. Se había encontrado con una persona que estuvo con José y Electra hacía apenas seis meses, liberada de un campo de detención clandestino.
esto confirmaba que estaban con vida bastante tiempo después del secuestro. Si estaban vivos entonces, ¿por qué no ahora? Iré lo antes posible. Todavía me parece irreal, como si lo hubiera soñando.
Llegó a París diez días después. Matilde informa: “Estuve en Roma con una chica muy joven, liberada de un campo de reclusión llamado El Atlético. Un caso muy excepcional. Acompañaba al grupo de madres que fueron al Vaticano para exponer la situación de sus hijos desaparecidos, y el doloroso calvario sufrido en las búsquedas para recuperarlos con vida. Al día siguiente, en una entrevista con la televisión italiana la reencontré. Era una joven madre, con una beba de dos meses en sus brazos. Estaba allí para testimoniar su secuestro, las torturas, las condiciones infrahumanas de su cautiverio de cuatro meses. La liberaron poco antes de nacer su hijita. Nos equivocamos, le dijeron. Suponía que ser paraguaya, de tan solo dieciséis años y próxima madre, había favorecido la excepcional decisión. Se llamaba Ana. Cuando me contó su historia –era la primera vez que habíamos podido hablar con alguien salido de esas prisiones- le dije quién era yo. Tuve la inspiración de preguntarle si no habría estado allí con alguno de mis hijos. Le mencioné sus nombres y no los recordaba. ¿Algún nombre de guerra? Julián, era el de José. ¿Julián? ¿Y su compañera? Me mordí los labios para no anticiparme. Esperé. ¿Era Lila? No pude creer lo que oía. Le confirmé, Lila era el nombre usado por Electra, la compañera de José. Sí, estuve con ellos en el Atlético. Me estremecí, aferré sus manos, la abracé. ¡Había logrado recibir la primera noticia sobre mi hijo, desde el submundo mismo de esas prisiones”,
frente a un testimonio tan directo decido entrevistar personalmente a la joven, viajando a Suecia donde, como refugiada política, vivía con su compañero. Al día siguiente tomé un avión para Estocolmo y continué a Spânga, un pueblo cercano, para encontrarme con Ana y su marido Jorge. Tienen un confortable departamento cedido por el gobierno sueco. Me invitan con un té. Le pido a Ana que me relate, con los mayores detalles posibles, lo que le contó a Matilde. Había sido secuestrada el 13 de junio de 1977, dos semanas después que José. Trataré de recordar sus palabras con exactitud: “Eran las cinco de la tarde y estaba por cruzar la Avenida Juan B. Justo, a la altura de Corrientes. Tres hombres me rodean y me empujan adentro de un automóvil, uno de esos Ford Falcon verdes que aterrorizaban a la gente. Me llevaron a un lugar desconocido, con una capucha en la cabeza. Me tiraron en el piso y me aplastaron con sus pies. Cuando llegamos –después supe que era en Paseo Colón y Cochabamba- me sacaron la capucha y me vendaron los ojos. En los pies me pusieron grilletes y cadenas y me tiraron de un empujón al suelo húmedo y frío. Me echaron un balde de agua helada y me imponen un nuevo nombre, K04. El tuyo, me gritan te lo olvidás para siempre. Había ingresado al campo de detención clandestina de la Policía Federal, llamado Club El Atlético o, simplemente, El Atlético.” Me detalla las horribles torturas sufridas. Me muestra su cuerpo adolescente marcado por redondas cicatrices producidas por cigarrillos. Veo marcas de picana eléctrica y rastros de un absceso en uno de sus brazos, producto de una infección. Ana continúa: “Estaba acostada en una camilla llamada el quirófano. Entre tortura y tortura me mostraban compañeros recluidos allí, preguntando si los conocía. Todos estaban encadenados. Cuando los retiraban, los torturadores me decían: ‘viste, son presos, si querés vivir, ¡cantá hija de puta, cantá si querés vivir!’ Yo insistía en que nada sabía de lo que me preguntaban. No lo sabía, realmente. Entre esas personas trajeron a Julián, José, para ver si lo reconocía. Lo pararon sobre la mesa de torturas para que lo viera mejor. Vi los grillos que tenía puestos. Él me dijo: ‘Soy Julián, ¿me conocés?’ No, le respondí. ‘Yo conocí a tu compañero’. Luego se lo llevaron y no lo vi más. Le pedí que me dijera cómo era Julián. Me dijo que lo que más recordaba eran sus ojos muy grandes y que usaba barba. El compañero de Ana estaba allí, le pregunté si realmente lo había conocido a José. Me dijo que no, pero que podría ser que José lo conociera a él, de nombre. Le pregunté a Ana si había visto también a Electra. ‘Sí, hablé con ella muy brevemente, en el baño. Me dijo que era Lila’. Por eso, cuando me encontré con Matilde, en Roma, fui recordando fechas, circunstancias, cosas que yo estaba tratando de enterrar en el olvido para continuar mi vida. Pero como Matilde conocía los nombres que usaban, pude identificarlos”. Ana estuvo detenida en ese lugar hasta el 20 de septiembre de 1977. Hasta esa fecha José y Electra continuaban recluidos en el Atlético.
(10 de abril de 1978)

Vuelve a su Cuaderno y continúa con el relato de Ana,
sobre el régimen del lugar de detención me cuenta Ana que había dos tipos de celdas: la Sección I y la Sección II. En esta última el trato era más riguroso. Las celdas tenían el ancho de una puerta común, es decir 70 u 80 centímetros y el largo para albergar una persona acostada, es decir 1,80 metros, aproximadamente. Un delgado colchón de goma pluma era todo el mobiliario. La puerta tenía una pequeña mirilla. Unas rejas en la parte superior de la pared permitían el único ingreso de aire. Todos los detenidos en esa sección estaban “tabicados”, es decir con los ojos vendados y encadenados en los tobillos. Podían caminar, con dificultad. Ante cualquier intento de quitarse la venda de los ojos, recibían castigos salvajes, con golpes y picana eléctrica. Esta Sección era la más próxima a los llamados quirófanos, dos cuartuchos donde se aplicaban las torturas, donde se oían, a toda hora, terribles gritos de dolor. En la Sección I, el trato era menos riguroso. Las celdas eran semejantes, pero allí había parejas, algunos sin tabicar. En la Sección II se alojaban también quienes colaboraban. Había distintos grados de colaboración: desde los que integraban el grupo de guardianes, hasta los que formaban el llamado “Consejo”, que tomaban declaraciones a máquina, llevaban el archivo de los expedientes, conducían a detenidos y detenidas al baño – algunos de ellos pegaban- y ayudaban a mantener limpio el local. En ésta Sección estaba Electra. Cuando se presentó en el baño, me dijo que era la compañera de Julián y que ambos compartían la misma celda. Lila salía algunas veces, no muchas, para limpiar. Le confió que Julián era el responsable de la publicidad del PRT, en el sector Oeste del Gran Buenos Aires. Le dijo también que Julián no salía de la celda en la que estaban recluidos, salvo algunas excepciones, engrillado y tabicado. Ana me confirmó que ella nunca lo vio fuera de la celda, salvo esa vez que se lo mostraron para que lo reconociera.
(21 de abril de 1978)

Está claro que a Papá le costaba recordar y escribir sobre el cautiverio de su hijo. Deja pasar casi un mes y vuelve,
Ana tenía diecisiete años. Y una hijita. Cuando la secuestraron estaba embarazada de dos meses. Sufría las torturas ocultando esa situación por temor a que la obligaran a perder al hijo. Cuando la liberaron el 30 de septiembre de 1977 estaba de casi siete meses. Me repitió lo que le había dicho a Matilde, su convencimiento de que logró salvarse porque no estuvo demasiado comprometida, además por ser muy joven y estar embarazada. Antes de liberarla, la interrogó un hombre al que llamaban “el Coronel”. Le dijo que le haría una pregunta cuya respuesta él conocía. “Si decís la verdad, tenés probabilidades de quedar libre. Si mentís te mataremos”. Le preguntó si conocía la verdadera identidad de alguna de las personas que estaban en ese lugar. Ella contestó con firmeza y sin dudar que no. Poco después la sacaron de allí junto con otras quince personas. A ella la dejaron a dos cuadras de su domicilio. No sabe qué hicieron con los demás. Cumplió, dos días después, el compromiso asumido de dejar el país y viajó a Río de Janeiro, donde nació su hijita. De allí, partieron para exiliarse a Suecia.
(14 de mayo de 1978)

jueves, 29 de agosto de 2013

CAPÍTULO XLVII - LA HISTORIA VUELVE A REPETIRSE


Leo un párrafo y hago un alto en mis anotaciones para ubicar una remembranza  encendida por el eco de estas palabras,
quise tomar distancia de todos mis quilombos, mimarme un poco. Mi intención era desprenderme de la enmarañada telaraña que me aprisionaba al pasado, pensar en mí, dedicarme a mí.
Lo encuentro. Las aguas parecían serenarse, pero...,
creí que el vendaval ya había pasado. ¿Qué más podía sucederme? Mis hijos, desaparecidos, yo comenzaba a reconstruir mi vida familiar, con cincuenta años cumplidos, un nuevo trabajo, un proyecto de vida cuyo eje central era estar lo más cerca posible de mis afectos familiares y ser un buen ejemplo para ellos. Sabía que en la Argentina pasaban cosas terribles. No me hacía el otario La dictadura apretaba. Todos los días algún conocido, amigo, o pariente, era secuestrado y desaparecía. El nivel de perversión, de atrocidades, de locuras y el sadismo de los militares no tenían límites. La lucha interna entre las distintas fuerzas era evidente. El trastornado miembro de la Junta Militar, almirante Emilio Massera, el Comandante Cero - él también con nombre de guerra- había dicho con cínica vileza: “El heroísmo es sólo una forma de la generosidad”. Tomaré cierta distancia de semejantes delirios. Acomodaré mis rollos, si fuera posible. Mi vendaval, suponía, ya había pasado. Reconstruir mi vida, escribir en mis cuadernos con ánimo positivo, disfrutar de la naturaleza, de la proximidad de los chicos, de mis nietos. Construir una fórmula para mi salvación personal. Mis responsabilidades ya no eran tantas. Mis nietos estaban con sus abuelos,  se ocupaban de ellos con amor.
Recordé estas palabras del viejo, su mueca de dolor,
el terror me siguió golpeando, ¡Secuestraron a Augusto! Ayer lo chuparon a Augusto. Anoche me llamó Carla. Había estado tratando de comunicarse conmigo desde las primeras horas de la tarde. Oí su voz perturbada: ¡Por fin te encuentro! ¡Venite por favor enseguida! ¡Lo secuestraron a Augusto! ¡Otra vez!, maldije. ¡Otra vez se llevan a un padre de Toti! Fui de inmediato. Me contó que un grupo armado entró en su carpintería sacándolo con las manos esposadas a la espalda, metiéndolo en un furgón identificado como de ENTEL. El suceso estaría vinculado, suponía Carla, a la relación  de Augusto con su amigo Cacho. Augusto me había hablado de él, iban a una quinta en La Reja, a veces con Toti. Acompañé a Carla hasta muy tarde. Indagamos en la comisaría, gestión para mí inútil, pero conveniente para movilizar a la deprimida Carla, para romper la inercia en que se había hundido ante la impotencia de enfrentar semejantes circunstancias. Toda la noche tuve presente a Toti, tan ligado a Augusto, a quien llama “papá”. Matilde y yo pensábamos que no era conveniente ese trato ficticio. Pero nunca lo dije. Disfrutaba con la carita de Toti cuando llamaba a sus abuelos: “¡mamá!”, “¡papá!”.
(30 de mayo de 1978)

Al anotar la fecha advierto con sorpresa una nueva y extraña coincidencia: hace hoy exactamente un año secuestraron a José y a Electra. Hoy, además, cumple años José. ¿Qué hay detrás de estas coincidencias? ¿Casualidad? No lo creo. Los fantasmas rondan infatigables su danza macabra.
Es sorprendente. Es inexplicable. Un 30 de mayo de 1954 nace José. El 30 de mayo de 1976 desaparece. Y este 30 de mayo de 1978 secuestran a Augusto. ¿Podré descifrar este intríngulis antes de escribir la versión final de mi libro?
Los meses siguientes los cuadernos reposaron. Pocos registros, la mayoría son emociones, encuentros con hijos y nietos, y su acompañar a Carla buscando información sobre Augusto. Va casi todas las noches, al salir de su trabajo, para estar con ella y con Toti; compensa de alguna manera la ausencia en el hogar de su nuevo padre. También recorre con Carla el mismo vía crucis padecido con la desaparición de sus hijos: comisarías, cuarteles, juzgados, organismos eclesiásticos y gubernamentales, conocidos que decían saber algo, propuestas de información por dinero. Sufre idéntica sensación de inutilidad enfrentada a la convicción de que algo había que hacer. Tenés que moverte, le aconsejaban. Hay esporádicas reflexiones,
pienso que podré estar alegre algunas veces. Pero ya nunca más seré feliz. Se lo dije anoche a Carla.
Al cumplirse dos años de la desaparición de Martín, anota:
Ayer se cumplieron dos años del secuestro de Martincito. Hace pocos días una fuente militare me confirmó que fue muerto. Yo sé que pasará tiempo, mucho tiempo. Pero algún día su presencia emergerá de la anónima tierra en que yace para inscribirse en la piedra con dimensión de héroe.
(27 de Julio de 1978)

Fue una verdadera premonición. Poco después su nombre fue inscripto en un muro de Holanda. Y figura en el monumento que recuerda a los desaparecidos en Buenos Aires, frente al Río de la Plata. Hoy, en las principales ciudades del mundo, algún bronce menciona su nombre, junto al de sus hermanos.
1978 comienza a decir adiós. Papá hace un balance,
se ha cumplido un año desde mi regreso de Brasil. Fue importante, pues con mi presencia restablecí y consolidé mi relación con Mara, Juan y Fabián. Estuve lo más cerca posible de ellos, y de mis nietos. Un largo período sin nuevas relación íntimas y estables. ¡Corro tras  los afectos como un desesperado! Los chicos, en el Tigre; Toti, en Colegiales, tres veces por semana desde que secuestraron al abuelo Augusto; Tamara, en Palermo. Me he preguntado más de una vez si a la edad del reposo y de recibir afectos, es razonable correr enloquecido para entregarlos. No, no es lógico. ¿Pero qué lógica hay en toda mi vida? Sarna con gusto no pica, dicen... la inflación carcome mis ingresos... Se me hace difícil mantener el actual ritmo de vida; veo la casa y el jardín de la quinta del Tigre en acelerado deterioro. Lo que gano no alcanza para nada... Sigo con la ilusión de que mis queridos hijos Valeria y José estén vivos. Sé que es poca la esperanza que puedo tener. Sin embargo, para mí, vivirán hasta que no me confirmen lo contrario. Deseo apartarme de las exigencias del dinero, vivir con modestia, más cerca de la gente humilde, de las pequeñas cosas que enriquecen la existencia, apreciando el inmenso valor de las que cuestan poco. Leer un libro bajo un árbol; una hora con Toti, en la calesita; el diálogo con mis hijos a la hora del desayuno, aunque casi nunca desayune con ellos; ir al cine aferrado a una mano; oír viejos tangos; un partido de ajedrez jugado con un amigo; un asadito en un jardín; una buena botella de vino tinto.
(30 de octubre de 1978)

Subraya esta frase,
Yo, por un amigo, bandera verde con Dios”.
                                   Enrique Santos Discépolo

Sé quien fue Discépolo, Discepolín, con su talento enorme y su nariz, citaba Papá. Él me infundió su pasión tanguera. Pero no entendí el significado de bandera verde, una alegoría del poeta, sin duda. Federico me ilustró: en las carreras de caballos izan una bandera verde hasta definir un final cabeza a cabeza. Mi viejo fue burrero, justificó.
Siempre pienso en el ejemplo y las enseñanzas de mis hijos. Mostraron el otro camino de esta vida, opuesto al materialismo del dinero, a la codicia, al egoísmo. Valoro cada vez más la hermosura de los buenos sentimientos, la aproximación al hombre, las pequeñas cosas que se disfrutan todos los días con personas que uno quiere. La paz del espíritu nutrida con meditaciones y lecturas. La naturaleza poblada de hermosuras, de músicas, de cantos, de colores, de sabores y de perfumes difundidos por todas partes. Señalan nuestra ruta y nos brindan el único placer que no se sacia al disfrutarlo.
(13 de noviembre de 1978)

miércoles, 28 de agosto de 2013

CAPÍTULO XLVIII - POR LA VUELTA

El año 78 finaliza con nuevos sobresaltos. Esta vez fue un estallido de alegría. En los últimos años el teléfono había sido un funesto artefacto trasmisor de las peores noticias. Está bien que sea negro, el color de la muerte. Cuando suena, tiemblo, ironizaba mi padre. Sonó a medianoche, como en otras oportunidades. Papá dormía. En el departamento estaban Juan y Fabián. Era el viernes 23 de diciembre de 1978.
-Hola, ¿quién habla?
-Hablo de parte de Carla.
-¡Qué pasa, por Dios!¡¡Qué pasa ahora!
Escuchó una buena noticia, inesperada.
-Me avisan que Augusto llegó a su casa,
estuvo desaparecido más de siete meses. Mi alegría fue indescriptible. La voz agrega: Tiene novedades de Electra y de José, y también de Valeria: ¡Están vivos! Estallo en un llanto de alegría, me ahogo de emoción. ¿Sueño? ¿Estoy soñando? La voz agrega: Augusto, Carla, Toti y yo, salimos ya para tu casa. Habla Rober, amigo de la familia. Después de tantos años de tristezas, ¡qué alegría! Despierto a los chicos, les doy la noticia y nos unimos en un abrazo. Durante varios minutos, sin pronunciar una palabra, sólo sentimos el calor y el palpitar de nuestros cuerpos. Cuando llegaron, ¡qué manera de abrazarnos y besarnos! Hasta bien entrada la mañana escuchamos los relatos de Augusto. Nos contó la siniestra experiencia en el pozo, un lugar llamado “El Olimpo”, sarcasmo macabro de los represores. Pero tuvimos también la alegría de saber que José, Electra y Valeria estaban vivos, según informaron los cancerberos de Augusto. Al escucharlo, Fabián, de apenas once años, exclama: ¡Es otra vida, Papá! Nada más exacto, nada más preciso. Otra vida comienza.
(25 de diciembre de1978)

Así, con una esperanza plena de incertidumbres, se va el año. Esperanza, por la vida de sus hijos. Incertidumbre, sobre su liberación. Desconfianza, por una información dada por gente de la peor catadura moral, asesinos, torturadores, villanos de mala calaña, cuyas palabras valían menos que sus salarios del miedo. Según Papá, no estaban al servicio de la verdad; cumplían viles propósitos. Acerca de este episodio, me confesó,
desde el primer momento me pareció que tanto el secuestro de Augusto como la información que trajo del pozo, eran parte de un plan de inteligencia de las fuerzas armadas para frenar denuncias de familiares en la próxima visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA. Algo así como: “Están vivos, no hablen”. Además encubría una velada amenaza: “Si hablan, los matamos”. Otro sórdido manejo de la esperanza para contener las denuncias. Un plan siniestro más, un satánico manipuleo. En una mano, la esperanza; en la otra, el terror.

martes, 27 de agosto de 2013

CAPÍTULO XLIX - MÁS FANTASMAS - APOSTILLA

1979. Su ilusión de los últimos días del año anterior fue comenzar una nueva vida. Dos meses después, la misma vida continuaba. Se repite el episodio de los documentos. El 1° de marzo de 1978 aparecen los documentos de Martín. El 2 de febrero de éste, los de José. Qué extraña locura. Desaparición de hijos, aparición de documentos. ¿Casualidades? ¿Tétrico manejo del terror? ¿Sadismo? ¿O será otra forma de mantener la esperanza para sosegar a los familiares?
Me avisa Mara que una persona entregó en la quinta del Tigre los documentos de José. ¡Dios mío! Se repite lo que pasó con Martín el 1° de marzo del año pasado. ¿Qué es ésto? Reflexionaré. Volveré sobre el tema.
(2 de febrero de 1979)

Varias veces he mencionado las simetrías cronológicas producidas en torno a la historia del secuestro de mis hijos. Saco la cuenta de que los documentos de Martincito aparecieron un año y siete meses después de su secuestro. Ahora los documentos de José aparecen ¡un año y siete meses después de su desaparición!
(3 de febrero de 1979, dos de la madrugada)

La entrega de los documentos perdidos por José es aún más extraña. Los de Martín quedaron en un tren, extraviados dos o tres meses antes del secuestro, según Matilde. Pero José los había perdido ¡casi cinco años antes!,
los documentos de José aparecieron cinco años después de perderlos, cuando salió a las disparadas advertido por los vecinos de que la Triple Ahabía allanado su casa. Los entregaron en la quinta de Tigre, afirmando que fueron encontrados hace varios años en la Avenida ProvinciasUnidas, por la que corrió José. Quien los llevó justifica no haberlos devuelto antes por haber regresado recién del sur argentino, donde vivió mucho tiempo. Para no creer.
(2 de marzo de 1979)

No hay otro comentario de Papá. Algo fui aprendiendo a lo largo de mis lecturas. Descreo de que alguien ausente cinco años conserve documentos encontrados en la calle antes de partir y los devuelva al regresar. Me inclino a pensar que eran operaciones de los servicios de inteligencia. En aquella oportunidad, José se salvo por un pelo. Subió a un colectivo en marcha mientras los tiros le zumbaban en los oídos. Recogieron los documentos perdidos, estuvieron muy cerca ¡Cinco años después, los devuelven!
Papá evoca recuerdos, anota vivencias, remezones de un pasado que no terminaba de pasar. Ahora, vivía la expectativa de mejores tiempos. En una playa brasileña, pasa unos días de descanso, llena varias páginas de sus cuadernos, ya menos frecuentados. Escribe,
esta mañana, como tantas otras en otras partes del mundo, tomo un desayuno en la veranda del hotel. Tengo la visión de un mar extenso y de la playa catarinense, blanca y desierta, enmarcada por morros moteados por distintos verdes. En un punto lejano del horizonte, pequeñas islas emergen a lo largo de la costa, cerca de la playa. Es un día de cielo y sol. Ondas largas llegan a la orilla con un sonido monótono, como un respirar arrojado por los últimos alientos del temporal que hace dos días abatió estas costas. Muy pocas veces he llegado a estos cuadernos en un estado de plena serenidad y plenitud, como hoy. Mi vida cambió, como pronosticó Fabián, desde la liberación de Augusto. No solamente por lo que significa su presencia para Toti, sino por las noticias que trajo sobre la sobrevivencia de mis hijos en el cautiverio. He tratado una vez más de obtener alguna confirmación a través de mis habituales contactos, pero nada. Como siempre, el más absoluto hermetismo. Las noticias que obtuve en Estocolmo, y ahora las de Augusto, sumadas al hecho de que los militares, a diferencia del caso de Martín, no me dicen nada negativo, alientan mis esperanzas de poder reencontrarlos con vida. En mayo viene una delegación de la Organización de Estados Americanos para informarse sobre la situación de los derechos humanos en la Argentina. Espero que se aclaren algunas situaciones. También es probable que a través de la gestión de la OEA pueda obtener alguna información. Pero estoy comenzando a pensar que si nada trasciende, si nada se dice ahora, cuando parta la Comisión ya no tendremos más esperanzas de despejar ninguna incógnita. Ésta es la última oportunidad para que nos digan algo. He incluido el nombre de mis hijos en la lista que prepara la Asamblea Argentina por los Derechos Humanos, contra muchas sugerencias de no hacerlo, para no perjudicar el trato y hasta su propia vida, si vivieran. Haré todos los contactos, gestiones y trámites que estén a mi alcance para exponer mi problema, directa y personalmente ante los miembros de la OEA.
(Itapirubá. 2 de marzo de 1979)

Avanza el año. Ni sobresaltos, ni buenas nuevas.
¡Ah, mis hijos, mis hijos! Mis hijos perdidos en su lucha...! Esperando el mármol. No el de la estatua, sino el austero mármol que reconozca sobre sus tumbas: “Aquí están sus cuerpos, no se olvide. Sus ideales serán banderas de rebeldía”.
(10 de abril de 1979)

APOSTILLA

he pasado una plácida Nochebuena con mi familia en la quinta de Tigre. Por primera vez en muchos años comimos SOLOS en una víspera de Navidad. El valor que para mí tiene el estar SOLOS, en familia, nunca fue respetado por Analía. Siempre pululaban alrededor faranduleros personajes que emergían de entre las plantas e invadían nuestra casa, hasta en las reuniones más íntimas. Por primera vez en muchos años la Nochebuena fue una buena noche. Mis otros hijos me acompañan, aunque no están. Y si digo: estoy feliz, es a pesar de. Y si digo: estoy alegre, es a pesar de. Y si digo: he pasado una buena noche, es a pesar de. 
(25 de diciembre de 1979)

lunes, 26 de agosto de 2013

CAPÍTULO L - ¡EL HORROR, EL HORROR!


       Matilde llamó a Papá para avisarle que dos ciudadanos argentinos, desde España, afirmaban tener noticias muy importantes de José y Electra, que debían comunicar personalmente. Habían escapado del Atlético, el centro clandestino de detención donde estuvieron cautivos con ellos. La noticia, dice Matilde, le llegó por intermedio de Amnesty International, encargada de organizar el contacto personal, en Sevilla. Matilde le pidió a Papá que fuera, aprovechando la posibilidad de obtener pasajes sin cargo, otorgados por relaciones aún vigentes de su paso por la actividad turística. Papá viajó y los entrevistó en el aeropuerto español,
       Cid de la Paz y González, los dos desaparecidos que escaparon del Atlético, el centro de detención clandestina donde también estaban cautivos José y Electra, me dan un amplio informe sobre la vida en ese campo y precisan una fecha ignorada por nosotros. Afirmaron que el 17 de noviembre de 1977 habían sido trasladados. “Trasladar”, en la jerga de los represores, era cuando los llevaban a la muerte. Engañaban anunciando el traslado a una “granja de rehabilitación”, para mantenerlos controlados (otra vez el manipuleo de la esperanza) hasta asesinarlos o arrojarlos al Río de la Plata, a veces con vida. Cid de la Paz y González me confirman que en esa fecha se hizo el traslado de José y su compañera. Es decir, los llevaron para matarlos. Así supe que el 17 de noviembre de 1977 los militares asesinaron a mi hijo José y a su compañera Electra.
       (Madrid, 7de agosto de 1980)

        Antes de volver a Buenos Aires, Papá viaja a Ibiza. Sus entrevistados le comentaron que allí podría encontrar a un sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada. Resultaría interesante escucharlo, le afirmaron. En la isla, Papá alquila una “Vespa” para recorrerla en busca del personaje, cuyo domicilio ignoraba.
     Recorro las calles del antiquísimo pueblo, me detengo en cada uno de los puestos que venden artesanías, la mayoría atendidos por argentinos refugiados, jóvenes de la edad de mis hijos. Les cuento que soy padre de desaparecidos, en busca de algún compañero que pudiera haberlos conocido, o haber tenido noticias de ellos en el cautiverio. Una muchacha de largos pelos enrulados detiene sus ojos grises en los míos. Atiende un quiosco con artesanías elaboradas por ella. Le compré una pequeña anclita de plata y un delfín. Amo el mar, le digo. Conversamos sobre la vida en ese rincón español, adoptado por tantos argentinos como pequeña patria. Le pregunté quién era y me confiesa que es la mujer de un ex prisionero de la Escuela de Mecánica de la Armada, que había podido escapar. ¡Había encontrado a quien buscaba, milagrosamente! No creo en milagros, sí existe el azar, que es como la taba. Esta vez no me salió culo. Convinimos un encuentro y estuve reunido cinco horas con el marido de esa mujer de ojos grises. Era un hombre inteligente, abogado, cuadro importante de montoneros, confesó. No me dijo su nombre, ni se lo pregunté. Estuvo secuestrado desde mediados de 1976 hasta principios del 79. Dos años y medio sobrevivió en ese infierno. Jamás olvidaré su testimonio. Debería volcarlo aquí, por más tenebroso que me resulte. Pero no puedo. Hoy, no puedo. La conclusión me lleva a confirmar que no debo tener más esperanzas de volver a ver a mis hijos. En la Argentina, me dijo, no hubo campos de concentración. Fueron campos de exterminio de miles y miles de jóvenes. Un genocidio que eliminó toda una juventud que soñaba con un mundo más justo. Sobre esto se tendrá que escribir algún día.
         (11 de agosto de 1980)

      Conversamos con Papá sobre el encuentro. Nunca pudo borrar la imagen de ese rostro desencajado que narraba el horror. “¡El horror, el horror!” repetía el muchacho, como el estremecedor grito de la película Apocalyipsis Now, estrenada en esos días. “¡El horror, el horror”!, grito agónico de Kurtz en la selva africana de El corazón de las Tinieblas, relato de Conrad que inspiró a Cóppola, recordó Papá. ¡El horror, el horror!, vociferaba el coronel “yankee” del film, haciendo surf sobre las olas, mientras estallaban las napalms tiñendo de rojo al mar. La escena remedaba la locura del siniestro Capitán Astiz, el “Ángel Rubio”, que torturaba a los prisioneros abandonándolos, mientras agonizaban en los “quirófanos”, para largarse a navegar, en solitario, por el Río de la Plata.
        ¡Jamás podré olvidar estas palabras del testimonio que me entregó en un café de Ibiza, frente a frente, este innominado protagonista evadido del infierno!  
Papá llevo siempre el anclita de plata, colgada sobre su pecho. El otro dije comprado en Ibiza, el delfín, me lo regaló cuando cumplí quince años. Lo llevo en mi pulsera.

domingo, 25 de agosto de 2013

CAPÍTULO LI - IN MEMORIAM MATER


Debería cerrar ya estos cuadernos. Lo que resta, escapa al objetivo central de mi trabajo. Ahora pegaré un salto de diez años para llegar a esta recordación ineludible, registrada el 20 de Julio de 1990, días después de la muere de Matilde, a los cincuenta y siete años.
Muerte de Matilde
En más de un año nada mereció que me acordara de este cuaderno; mi vida transcurría sin mayores sobresaltos. El 14 de Julio, recibo un llamado de Clarisa Saslavski para avisarme que Matilde ha muerto. ¡La vida breve de Matilde!, mi primera compañera, la madre de Valeria, José y Martín. No fue sorpresiva, sabía que era maligno el tumor que le habían extirpado de un pulmón. La última vez que la vi, hará unos diez días, me convencí de que le quedaba poca vida. ¡Pobre Matilde, cuántas desdichas! Hija única, sufrió desde los nueve años la separación de sus padres y padeció los rigores de una madre obsesiva y dominante, la bruja más bruja que conocí. Matilde no fue feliz conmigo, ni yo con ella. En el plano intelectual nos entendíamos, pero nunca hubo otro tipo de comunicación. Tuvimos tres hijos, es cierto, y parecíamos una hermosa familia feliz. Yo volqué mis energías a la actividad política y ella, al teatro. Nuestras soledades buscaron compensarse y decidí separarme. Quedaron con la madre mis dulces, queridos hijos desaparecidos. De esa familia, hoy solo queda el recuerdo. Separado, me convertí en un ermitaño, más bien en un “lobo estepario”. No encontré reposo hasta que formé una nueva pareja. La amé poco tiempo a Matilde. Sufrí la separación tanto, que aún recuerdo el día en que me asomé al ventanal del décimo piso de mi escritorio, y sentí un extraño vértigo, el primero de mi vida. La tragedia de mis hijos me hizo olvidar rencores y fui solidario, compartí con mucha pena el dolor de Matilde, sin acabar de entender nunca todos los por qué de nuestra historia. Cuando ese frío domingo 15 de Julio, su cuerpo fue enterrado en la fosa de la Chacarita, y sólo quedó ese montoncito de tierra con pocas flores dispersas, bajo el sepulcro de tierra vi su cuerpo rígido, su rostro cadavérico, sus ojos yertos mirándome fríamente, vi en su boca un rictus de dolor y su cabeza moviéndose como diciéndome sí. Desfilaron escenas de nuestra vida en común, cuando ella pasaba a buscarme por el Comité Radical o cuando yo la encontraba en Nuevo Teatro; la vi en la cama del sanatorio con la pequeña Valeria en sus brazos; o con su pollera escocesa cuando íbamos al club; o tocando la guitarra y cantando “Hace un año que yo tuve una ilusión....” La vi dura, como de piedra, con su pañuelo blanco desfilando en la Plazade Mayo, pidiendo la aparición con vida de nuestros hijos; la vi en París, serena y dolorida, gestionando en las democracias europeas apoyo para el respeto de los derechos humanos; recordé su voz llamándome a San Pablo, diciéndome: “se llevaron a Martín”; y el segundo llamado, un año después, reclamando “Venite, algo pasa con Valeria”. Matilde... le trasmití con el pensamiento, merecía que nos hubiésemos amado siempre. Corté esas imágenes y pateando el suelo lloré, lloré, lloré. Del brazo de mi mujer salimos caminando entre los altos cipreses que señalaban el cielo.
(20 de julio de 1990)

Encontré junto a estas líneas una carta de Matilde que complementa las anotaciones de Papá. En un primer momento la descarté, porque prevalecían conflictos habituales en matrimonios separados. Me resultaba extemporánea, justo en el momento en que los vínculos se fortalecían por la necesidad de enfrentar padecimientos comunes. La carta la disparó un malentendido originado en un reportaje a Matilde, incluido en un libro que le regaló a Papá cuando pasó por París, antes de viajar a Suecia para encontrarse con Ana. No encontré nada sustancial que aportara al núcleo de esta historia. Pero después me decidí a incluirla porque Federico me convenció de que la carta mostraba elocuentes circunstancias hogareñas que, para él, marcaron la formación de esos hijos. Por ejemplo, aclaró, cuando escribió: “Vos habías rehecho tu vida y vivías en otro mundo”. Ella era periodista, trabajaba en una revista y su nivel de vida sería el correspondiente. Tu Papá, si bien pasaba una cuota para el alimento de sus hijos, era funcionario de una empresa importante y su nivel de vida sería muy superior, supongo. A eso me refiero, concluyó. 

Dice Matilde en sus partes sustanciales:
“París, 2 de enero de 1980
Querido Rafa:
Son las 7.30 y acabo de llegar a casa derrengada de comprarles cosas a los chiquitos para que vos se las lleves. Me dice Beto que hablaste muy disgustado por declaraciones mías leídas en el libro que te di. Realmente me apena mucho que hayas reaccionado de esa manera. Si yo hubiese respondido a ese reportaje de mala fe, ni se me hubiera ocurrido ofrecértelo. Creo que he sido objetiva con lo que cuento. A esta altura no hay en mí rencores ni malicias. La bronca la guardo para aquellos que me hicieron el mal irreparable.... Vos habías rehecho tu vida y vivías en otro mundo. No podés negar eso. No creo culparte en ningún momento de que las cosas fueran así y no de otra manera. Simplemente cuento cómo eran, remover todo esto me parece tonto. Creo que el libro te angustió mucho (y lo comprendo perfectamente) por otras razones. Allí está todo de un golpe y contada en pocas páginas toda nuestra tragedia. Nuestra tragedia, en ningún momento he pensado que estuvieras mínimamente excluido de ella, es la ausencia seguramente definitiva de esos tres chicos, y de los tres compañeros que para mí eran casi tan queridos como ellos. Quizás la otra parte, la anecdótica, la de nuestra vida diaria, te haya chocado... quizás descubriste en ella cosas que no viviste. Pero eso también es natural. Tenías otra casa, otros hijos y otra vida. De todas las personas que han leído ese libro, te conozcan o no, nadie se ha llevado una impresión falsa de vos...Han pasado cosas tan terribles que me parece absurdo estar aclarando cosas que pertenecen a una historia que fue así por errores y sufrimientos tuyos, míos y de toda una generación que no supo cómo atajarse de la historia. En ese reportaje quise, de la mejor manera posible, explicar cuál era la vida de mis hijos, cuales sus contradicciones, en qué ambientes se movían. Ellos siempre decían: “en casa de mamá es una cosa, en casa de papá otra”.... ¿Y por qué negar eso, si es cierto?.... Pero insisto que no es el momento de buscar culpas, ni de echárselas a nadie. Creo que los dos tenemos mucho por hacer por delante. Vos tenés tres hermosos hijos a quienes podés cuidar y guiar y mirar. Y ambos tenemos dos nietitos por los que trataremos de hacer lo mejor en este mundo. Y otro que tendríamos que buscar. (Ay! Qué tristeza me da esto!)”
Matilde siempre sostuvo que Valeria estaba embarazada cuando la secuestraron.
Papá, al principio tuvo sus dudas. Después, con el relato que escuchó en Sevilla y otras conversaciones posteriores con Abuelas de Plaza de Mayo y sus nietos ya mayores, su opinión cambió: era posible que Valeria hubiera sido madre por segunda vez en Campo de Mayo. Supe que Papá, así como  sus familiares, dejaron más de una vez muestras de sangre para confrontar con otros ADN. Si nació, no fue restituida.

Continúo con la carta:
“Querido Rafa. Hemos sufrido y sufrimos demasiado. No lo hagamos peor con detalles que no son lo importante. Te vuelvo a decir que lamento profundamente tu disgusto. Que espero que reflexiones y veas que la cosa no es importante y te des cuenta de que la angustia es mucho más profunda y por cosas mucho más terribles...Me angustia mucho esta capacidad de dañar a alguien sin haber tenido la menor intención de hacerlo.... Si volvés a leer detenidamente el libro, creo que está bien claro allí de que no te hago responsable de nada. Separo nuestras vidas porque de hecho estaban separadas. No te doy todas estas explicaciones para disculparme, insisto en que estoy segura de haber hablado honestamente. Lo que pasa es que me da pena de que te sientas tan mal. Lamento todo este malentendido. Espero que me llames cuando llegues al hotel. Aunque sea tarde, tengo el teléfono al lado de la cama y siempre estoy más lúcida por la noche que por la mañana. Un abrazo grande a todos los de allí y espero, por los hijos ausentes, por los nietitos, que podamos reanudar un diálogo que después de tantas cosas y tiempos había conseguido ser cordial y hasta cariñoso...
Por favor informame sobre qué le dijeron a Augusto después de que pasaron las fiestas sin novedad alguna. Lo van a volver loco. Y a nosotros también. Porque aunque sea de manera inconsciente, uno alguna ilusioncita se hace. Hasta pronto. Buen viaje, buena suerte.
Matilde”
La referencia a “qué le dijeron a Augusto después de las fiestas” coincide con la esperanza que él había trasmitido cuando lo libraron de su cautiverio. Ya vimos lo que Papá sospechaba, después de una ilusión inicial. Matilde también se había esperanzado. 

sábado, 24 de agosto de 2013

CAPÍTULO LII - CODA


Veinticinco años de vida de Papá están contenidos en los “Cuadernos para. ser feliz”. Abarcan un lapso de veinticinco años, desde fines del año 1973, hasta la última anotación del 26 de junio de 1998, casualmente (¿casualmente?) al día siguiente de mi nacimiento. Las palabras finales, escritas con tinta roja, se refieren a mí,
...esa maravilla de vida agita sus bracitos tratando de asir todo el espacio.
(San Isidro, 26 de junio de 1998)

La que agitaba sus bracitos ya tiene veinticinco años, está comenzando su vida profesional y ha elegido su pareja. Madre pronostica que ha comenzado el arduo proceso de la exogamia. A fines de este año 2023, cinco años después de la muerte de Papá, he completado la tarea de revisar y ordenar sus papeles, leer y releer sus “Cuadernos”. Llego a la convicción de que no es la vida de un “uomo qualunque”, como a él le gustaba definirse, tampoco la de un personaje merecedor de bronces especiales. Es la vida de un ciudadano argentino de los años 70 del Siglo XX, padre de tres hijos que pretendieron cambiar el mundo entregando su propia vida, de un hombre y sus circunstancias, como la de otros miles de padres de aquellos años. 

viernes, 23 de agosto de 2013

CAPÍTULO LIII - BAJAR EL MARTILLO


Me propuse cerrar mi trabajo con los últimos tramos del crucero por la côte beige. Antes, quisiera revelar como resolví el pedido de madre acerca del destino final de El Desquite.
Llamados por Federico vinieron los de “Casa Guerrero”. Sabina y Marcos habían ido a pescar pejerreyes a las lagunas de La Dulce. Era la oportunidad para consultar a entendidos, la de dar el primer paso de la postergada tarea encomendada por madre. Sin clemencia: organizar el despido de los encargados y la venta del campo y su contenido de bienes materiales y semovientes. No sé bien cómo calificar esta acción. ¿Cómo llamar a la operación de desprendernos de todo ésto? Despedir, desocupar, vender, desguazar, desarmar, desmontar, deshacer, desbaratar, destruir todo lo hecho por Papá en largos años, ¿cómo llamarlo? Madre insistía en vender. Federico me dijo que convendría hacerlo a tranquera cerrada, evitándonos la complicada tarea de rematar por separado hacienda, maquinarias, muebles y útiles de la casa. La palabra “desmantelar” me golpeaba. Busqué en el diccionario su exacta significación. Leí: “Clausurar o demoler un edificio u otro tipo de construcciones con el fin de interrumpir o impedir una actividad”. Y esta otra versión, no menos tétrica: “Desamparar o desabrigar una casa”. ¡Eso veníamos a hacer! Más claro, echale agua. ¿Cómo se haría? Los de la “Casa Guerrero” se miraron entre sí. Conversaron en voz baja, apartándose. Lo mejor es vender por lotes, dijeron. Le van a sacar más plata. Y a los de la “liga” se les complica, no saben trabajar al menudeo. Federico me explicó que los de la liga son las mafias que desplazan a compradores legítimos para adjudicarse el remate por precios irrisorios. ¿Tienen idea de cuánta plata podríamos sacar?, pregunta de Federico. Yo, mientras tanto maquinaba otra cosa. Déjennos echar una ojeada, pidieron. Recorrieron el parque, los galpones, la casa de los encargados, la casa principal. Me resistí a mostrarles el escritorio de Papá. Finalmente Federico, en un descuido, les franqueó la entrada al templo. ¡Caray!, cuánta cosa... ¿Va todo? Y, sí... hasta la fuente que está en el parque, con los angelitos bailando sobre el caparazón gigante de una ostra de mármol. Federico la señala. Los hombres cruzaron miradas. Papá la bautizó lafuente de los puttini, chismeo entre dientes a Federico. Los hombres murmuraron entre ellos, salpicando el diálogo con risotadas. Vuelven al rato y dicen: deno un tiempito pa estimar cuánto podrían sumar las bases. De ahí, pa´riba. Se sentaron en la camioneta. Deliberaron una media hora. Hacían sumas con lápiz y papel, como antes. Yo los observaba con ansiedad. ¡Qué maldita costumbre la de chupar la punta del lápiz antes de anotar! Bajaron. El más petiso, carita rechoncha, pancita embarazada, bombacha gaucha verde oliva, alpargatas, gorra vasca y pañuelo negro al cuello, dijo: serán unos... me entregó la cifra cuya razonabilidad era imposible evaluar en ese momento. De ahí p´arriba, ¿eh?, insistió. ¿Cómo se haría? Repetí con firmeza la pregunta, y escuché:
-Por rubro y por lotes: el tractor, la sembradora, la fumigadora, los dos carritos cerealeros, la balanza para pesar camiones, los dos sinfines, la máquina para embolsar en silos, las Toyotas...
-Solo la más vieja, la otra es para el encargado, no entra.
-Después armaríamos los lotes: postes, alambres, motores, herramientas, esas tranqueras viejas que están en el galpón, chapas, rollos de alambres, básculas, carretillas, bolsas, aperos. Los corrales y la manga, podrían quedar, ustedes dirán. De la casa inventariamos sillas, sillones, mesas, útiles de cocina, dos televisores, aparatos de audio, acondicionadores, un aclimatador de alimentos frescos, que tiene muy buen precio, heladeras, ventiladores, lámparas, una computadora añosa -como casi todo lo de aquí- acotó uno. Hay una máquina de escribir Olivetti Lettera -que vale como antigüedad-, volvió a acotar, faxes -otra antigüedad-, reitera el acotador, varios teléfonos, un escáner, una victrola Victor, a cuerda, que es una joya, -si se trenzan dos la pagan lo que no vale-, opinó nuevamente el petiso. Como rubro aparte se hará un listado de los cuadros: uno al óleo firmado Alvarez Forn, otro un lápiz firmado Hugo Caballero, láminas, trofeos, marcos, libros, libros, libros. ¿Cómo hacemo con los libros?, jefe.
-Con los libros lo mejor es armar lotes de veinte, dijo el de la boina. Saldrán unos treinta lotes, acotó el acotador.
Tragué saliva, pero tuve la fortaleza suficiente para contenerme. Los perros no van, señalé.
-No, claro. Esto sería todo. El remate se haría aquí, en el campo. Armamos una carpita, un entarimado, y traemos sillas plegables, el pupitre, el micrófono, los parlantes; y el martillo, de más está decirlo.
-¡Ah, el martillo...! no se lo vayan a olvidar.
-Hora buena pal remate sería a las nueve. Al mediodía terminamo. Después, asado al asador. El asado es por cuenta nuestra. El vino lo ponen ustedes.
-O sea que terminamos con una gran fiesta.
-Sí, claro. Es lo habitual. Cada golpe de martillo será un éxito. La suma de todos los golpes será el éxito final. El premio, pal bolsillo de ustedes... y para la barriga de los que apostaron.
Se van al diablo, pensé.
-Ya tendrán noticias, dije. Los acompañé hasta la camioneta “Casa Guerrero–Remates”.
-Avisen cuándo tasamo la hacienda. Con tiempo, ¿eh?, eso llevará todo un día.
Los seguí con la mirada hasta que cruzaron la tranquera.
¡Se van al carajo¡, le dije a Federico. Mudo. Bajadas de martillo me las banco para todo, menos para los libros. Vos te imaginás adjudicar al mejor postor los libros de Papá, con los subrayados hechos a lo largo de los años en lecturas y relecturas, con sus anotaciones marginales, y lo que puede haber todavía entre sus hojas: fotos, notas, cartas, mil recuerdos imposibles de separar. Estos libros irradian como una áurea de Papá: la decisión de comprarlos, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿dónde?; los viajes a las librerías; las charlas con el vendedor; la llegada a casa con el paquetito; el comentario con su compañera -salvo los años de soledad-; el hurgueteo de sus hijos; las horas de lectura acuñando su formación cultural. Y las manos de mis hermanos desaparecidos, ¿cuántas de estas hojas habrán dado vuelta? De todo eso que está allí, casi todo me lo olvidé, pero está allí, me dijo una vez, cuando la biblioteca todavía estaba en la casa de San Isidro. Vi “Los trabajos y los días” y “Los placeres y los días”, uno junto al otro. No fueron colocados así por azar. Construían un razonamiento. Ayer volvieron a llamar mi atención.
-La biblioteca podríamos llevarla a Buenos Aires, sugiere Federico.
-¿Dónde la pondríamos, Fede? ¿Sabés lo que me está pasando? Siento igual sufrimiento, la misma angustia, similar sensación de despojo, que el que habrán padecido los indígenas cuando los españoles desmantelaron sus templos para llevarse el oro. Desde ya te digo que despedir a los empleados que acompañaron a Papá con tanto amor, es un sacrilegio que no cometeré. ¿Me equivoco? ¿Exagero? Lo siento así.
-Tendrías que hablarlo con tu madre...
-Esta noche le mandaré un emilio, para prepararla.

*

Fecha: 2 de agosto de 2023
Para orion2@filo.uba.ar
Asunto: Desde El Desquite

Madre: Ha pasado más de un mes desde mi última carta, si bien estuvimos en contacto por el celular y charlamos de lo lindo meta videochat. La tecnología, por más que la desprecies, supera a la realidad. Al final te prendiste. Y no es para menos. Cuando conversamos en el living de casa, nos vemos las caras: yo la tuya y vos la mía. Frente al monitor, aunque solo tengamos una presencia virtual, el semblanteo es doble y simultáneo. Nos reflejamos en el mismo espejo. Podemos evaluar el efecto de nuestras palabras, en vivo y en directo, en nuestros rostros. La cara es el espejo del alma ¿no? El psicoanálisis empezó a adoptar estos medios, ¿no es cierto? Vos estás en contra, pero es así. Es una gran evolución pasar del diván freudiano al te veo-me veo simultáneo y recíproco. Yendo al grano: Perdí la cuenta del tiempo que he pasado aquí. ¿Serán tres meses? Ha hecho mucho frío y el otro día cayó nieve. Todo se puso muy triste. Te he ido contando el avance de mi trabajo. Ni te cuento las dificultades que tuve para estructurar el material narrativo. Creo tener ya una idea básica de lo que será mi libro. MEMORIA DE PAPÁ era el título elegido. Hasta hace unos días, cuando un papel me cayó del cielo mientras ordenaba cajones. Era otra hoja del mismo anotador rayado que Papá usó para sus “Notas de última voluntad...”, dejada en el mismo cajón del escritorio. No le presté entonces mayor atención. Pero hoy me entrega el título del libro y es como si Papá lo bautizara. Es una poesía de Julio César Aguilar, un reconocido poeta mejicano
   
     MAÑANA ESCUCHARÉ
     Mañana escucharé
     el eco de tus pasos
     en mi memoria,
     no para reconstruirte,
     sino para negarle al tiempo 
     su complicidad con el olvido.        

No fue puesta allí por azar, por azar la encontré. ¿Será un soplo de Papá? Sólo Dios lo sabrá. Elegí el segundo verso para el título del libro: EL ECO DE TUS PASOS. A Federico le gustó. Él me había sugerido algunos, como “historias argentinas”, así, todo en minúscula. Yo le respondí: ¡Pero es una historia mayúscula! No le gustó mi respuesta. ¿Por qué me respondés con sarcasmo?, se quejó. En realidad mi reacción fue inmerecida, ya que ese título daba en el clavo. De eso se trataba, historias de los años setenta que tanto dieron, dan y darán que hablar a pesar del medio siglo transcurrido. Yo tenía otra idea, no quería apartarme de mi objetivo central: reconstruir la memoria de Papá. De ahora en más tendré que trabajar para mejorar el estilo. El haber estudiado periodismo no me ayuda. Escribo con una fuerte tendencia a la nota, a la crónica, como si todo fuera “no ficción”. De hecho, buena parte lo es; lo medular, lo que justifica el trabajo. En la mera narrativa me pierdo. Me cuesta. Otro desafío: desvincularme del lenguaje de Papá, siempre presente, muy presente. Estos días anduvo por aquí, como pronosticó. Me ayudó a recordar sus palabras y a leer los cuadernos que son la base de mi trabajo. Tengo mucha tarea por delante. ¿Meses? ¿Años? Espero que no tanto. Pienso desafilar algunas tijeras. El bosquejo de libro es fragmentario y diverso. Conviven la tragedia y el humor. Debo andar con cuidado. Pueden caminar juntos, no del brazo.
Ya estoy en condiciones de volver a San Isidro. Federico me insiste, lo demandan sus obligaciones, aunque no me dejará sola. Me preguntarás... ¿y lo otro? Tengo que agradecerte, madre, que no me hayas presionado. Quizá percibías que era muy difícil hacer las dos cosas a la vez. Respetaste mi voluntad principal. Sobre la otra tarea, avancé lo que pude. No abrí la boca con los encargados. Quisiera hablarlo con tranquilidad contigo, cuando vuelva a casa. No es un tema urgente. ¿No es cierto? Me quedo unos días más para terminar de compaginar y guardar adecuadamente toda la documentación. Me falta escribir los últimos momentos que pasé con Papá navegando. Ya ubiqué en el texto una historia que encuadra en el realismo mágico, la última que me contó. Fue real; sucedió, me aseguró. Y le creo. Si bien parece cuento. Él chanceaba con el poder de su mente, adquirido en los años duros, que le posibilitaron una minúscula venganza y una gran satisfacción. Lo del poder mental adquirido, bla, bla, era una clara ironía. No era tipo Papá de creer en esas cosas. Te decía que me faltaría escribir la última aventura, la de la etapa final de la navegación, la última singladura, cuando nos sorprendió aquel pampero fenomenal y luchamos brazo a brazo, él aportando experiencia y yo juventud. Sumábamos fuerzas. Fue una peripecia buscada por él, estoy convencida, para morir su propia muerte, la que él quería. Aunque murió en su cama, como no quería, ahogado por la neumonía dos semanas después de nuestro arribo, conteniendo toses, disimulando fiebres. Escritas las pocas páginas que me faltan, volveremos a casita. Te extraño y te quiero.
M.