lunes, 30 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XV -CARMELO

Disfruté de la navegación. Me sorprendió la inesperada charla. Por primera vez Papá desentrañó recuerdos de manera espontánea, franca y natural. Con el río Uruguay a la vista dijo, por hoy basta, estamos llegando a destino, amarraremos en Carmelo, antes del atardecer. El cruce del río fue una pequeña aventura.
Dejamos el velero en el muelle y nos propusimos recorrer la ciudad. Era martes, el muelle estaba vacío. Fue fácil atracar con la ayuda de Pascualito, a quien arrojamos el cabo de amarre para que lo afirmara en la bita del muelle. Pascualito era ahora Don Pascual, pero Papá lo llamaba como cuando era chico, pese a sus enmarañadas canas salvajes y al tremendo mostacho que dominaba su cara.
-¿Qué tal las cosas por aquí, Pascualito?
-Como siempre jefe, no pasa nada.
-Véngase a tomar unos mates, y lo invitamos a comer.
-Agradecido, pero cenaré con la patrona que me espera con un locro. Mañana, si gustan, almuerzo abordo con ustedes.
-Hecho, lo esperamos.
Tengo grabada la voz de Papá,
quisiera encontrar algo que no haya visto cuando frecuentaba este puerto en mi mocedad, como dicen aquí. Sin embargo, hija, todo estará seguramente igual, salvo la marca de los años, que poco valen aquí, donde todo fue siempre viejo. “El mismo pueblo, el pueblo, las mismas casas, las casas...”, esa canción caribeña que bien podría aplicarse a la persistencia de lo de aquí. Entremos a “El Galpón”, probarás mi plato favorito en esta orilla del Plata, las famosas pamplonas que rociaremos con buen vino patero.
Cuando traspusimos la puerta vaivén, se sorprendió. Allí estaban, dijo, sesenta años después de su primera visita las mismas mesas, las mismas sillas thonet, las mismas lamparitas colgadas del techo, decoradas con caca de moscas, el mismo mostrador de estaño, los mismos mozos macilentos y el mismo cantor de tangos de entonces, de riguroso traje azul, peinado a la gomina sobre la oreja izquierda. Y el trío de guitarra, bandoneón y violín, con los mismos músicos.
-Si hace sesenta años eran viejos, ¿éstos qué son, fantasmas?
-No sé, pero son los mismos. Y el hombre canta el mismo tango: “Una tarde más tristona que la pena que me aqueja, agarró su bagayito y amurado me dejó”.
Miré con desconfianza las pamplonas que me sirvieron: carne de cerdo, envuelta en tela de riñonada, rellenas de queso y panceta. Compartimos la excelente lechuga manteca, aderezada solo con oliva y sal, servida en hojas enteras. Como despedida le pidió al morocho engominado que cantara Mi Noche Triste, el primer tango con letra, aclaró Papá. Después caminamos del brazo, hasta el barco, cruzando la plaza desierta. Ya no había nadie en las calles, salvo una señora entrada en carnes, sentada en una silla invisible, solitaria y plácida, con su mate.
-Buenas noches.
-Buenas noches tengan ustedes.
Las primeras confidencias las soltó apenas arribamos a Carmelo, una ciudad con Hotel Casino, adonde llegan grandes yates los fines de semana, retornando con menos dinero en el bolso de sus capitanes, dilapidado en ruletas y mesas de Punto y Banca.
A la mañana siguiente, con el café con leche, y medialunas calientes, escuché como un exabrupto la primera confesión de Papá sobre los temas álgidos. Era una mañanita de aquellas que se viven con plenitud. El barco estaba acomodado, adujados los cabos, baldeada la cubierta, tarea que cumplí por indicación de mi capitán, asumiendo sin titubear mis responsabilidades marineras. En la bancada del Huayra, frente a frente con Papá, se nos fue la mañana. El viejo habló. Me dijo que el peor de los momentos de su vida fue el largo silencio, de más de dos meses, que padeció después de la desaparición de Martín. Había vuelto a San Pablo después búsquedas inútiles, de trámites y gestiones al cuete, de preguntas sin respuestas, o con respuestas mentirosas. En San Pablo lo esperaba algo peor.
Pascualito llegó al mediodía para el almuerzo.

domingo, 29 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XVI - NI NOTICIAS NI CONSUELO

Llegó con media hora de anticipación. Pascualito querrá llevarle alguna receta a su patrona, comenté. Va muerto, sentenció Papá. No revelaríamos ningún secreto culinario. En el Huayra, la cocina era sencilla y práctica. Papá sostenía que para comer bien están los puertos, a bordo no hay que complicarse. Comida sana y sencilla. Navegar es preciso, comer no es preciso, entonó, parodiando a un viejo proverbio de antiguos navegantes. Pascualito nos encontró hirviendo arroz y abriendo un par de latas de atún. Esto siempre provee a bordo un buen plato de comida. No se ha inventado nada mejor en estas épocas de viajes a la luna. Enfriado el arroz, le agregamos el atún, dos lata de arvejas y un pote de mayonesa. Mezclamos bien y servimos con salchichas de viena doradas en la sartén. Pascualito echó una mirada dubitativa. Yo apunté con énfasis: ¡El mejor banquete náutico! No se si era lo que esperaba nuestro invitado, pero como él trajo una damajuana con vino clarete de estas costas, no se atrevió a decir ni mú. Rematamos con torta Chajá, y dulce de leche Conaprole. ¡Lo mejor de la cuenca del Plata!, exclamó Pascualito. Será, dijo le viejo. Agotada la damajuana, llevó del brazo a nuestro amigo hasta la escalera invitándolo a subir a cubierta, no fuera que encendiese en la cabina el toscano que había puesto en sus labios. Era ya la tardecita. Nos despedimos con tristeza y nos quedamos viéndolo alejarse en su bote con remadas cortas y firmes, hasta que se perdió tras un recodo.
Tuve la oportunidad de seguir hablando con Papá hasta el anochecer, cuando los mosquitos comenzaron su habitual ataque vespertino. Sus ojos y los míos se encontraban a cada instante, mientras parecíamos distraídos en otras cosas. Pero nuestras pupilas chocaban marcando el compás de nuestro diálogo. El canto oriental de las calandrias anunciaba el fin de un nuevo día. De aquella conversación me ha quedado bien marcada la angustia de él y la sorpresa mía. Por primera vez, me había confiado sus secretos.
Sus balbuceos de esa tarde en Carmelo los reencuentro en este cuaderno, que no solté desde que llegó a mis manos. Lo llevo a la galería que da al sur para disfrutar de las brisas que llegan del mar. Me gusta ese lugar. Descanso de mi lectura mirando el antiguo molino que cruje quejoso mostrando al girar la falta de ciertas aspas, como los viejos exponen el hueco de algún diente
Leo,
no tenía mayor ilusión por mis gestiones en Buenos Aires. Hice lo que tenía que hacer, con pobres esperanzas. Paraba en la quinta del Tigre, junto a mis otros hijos, me rodeaban familiares y amigos. Tenía consuelo. En San Pablo, no. Aquí estoy solo como un hongo. Durante medio año, a partir de la desaparición de Martín, no recibí un solo un llamado de Valeria y, durante dos meses, un silencio de radio de parte de José. Ni una carta, ni un telegrama de nadie. Absolutamente de nadie. Aunque cueste creerlo, ni de los chicos, ni de Analía, de quien esperaba, al menos, su preocupación para que yo recibiera algunas líneas de ellos. Fue siniestro, no se lo desearía ni a mi peor enemigo. Viví temiendo permanentemente una nueva desgracia, aferrado al “pas de nouvelle, bon nouvellle”.
Sí, cuesta creerlo, ni un mínimo consuelo por la pérdida de Martín, ni de su familia, ni de sus amistades. ¡Dos meses de un silencio estridente! En el caso de su familia actual, lo atribuyó a precauciones originadas por el miedo. Más extraño era el mutismo de los hermanos de Martín. Tiempo después supo que aquella conversación -aludida por José en su carta del 5 de octubre- había sido malinterpretada. Me confesó Papá que le dolía el corazón cada vez que pasaba frente al Bar Otto de los encuentros clandestinos con José. No tuvo ocasión para poner las cosas en claro. Me asombré, no era fácil que Papá deschavara su dolor. Me habló largamente sobre aquel momento de máxima angustia. La terrible saga desde el secuestro de Martín y su compañera embarazada; el mutis de Valeria y de José; el temor de que pudieran haber sufrido igual suerte; la falta de consuelo de familiares y amigos; su vida solitaria en tierra extranjera. Esa noche no avanzó mucho más. Me habló con angustia vigente, pese a los años transcurridos.
Mañana hojearé al tuntún el cuaderno, aprovechando que me espera un día tranquilo. Me detendré en las anotaciones que registran el tira y afloja con Analía tratando de reconstruir su matrimonio. Confieso que me entretienen. Ya declaré que, en definitiva, fue una dramática vivencia simultánea, que terminó mal. Yo las recorro generalmente con una sonrisa en los labios, me cuesta meterme en la tensión del conflicto. Y me ayuda para avanzar en la tarea emprendida.

sábado, 28 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XVII - ACERCA DEL DESAMPARO

Muy temprano, Federico y Marcos salieron al campo. Yo les abrí la tranquera y los observé mientras ingresaban en la bruma rosada, al trotecito corto de sus caballos. Estoy más tranquila sabiendo que puedo contar con Federico. Ya le mandé a madre la segunda carta. Tomé el desayuno con Sabina y anoté la receta de su famosa carbonada. ¡Sabés cómo le gustaba a tu papá!, recordó. Me pedía que le sirviera poco, porque cuidaba la línea. Después, repetía tres veces. Como en casa, acoté.
Tomo del escritorio el segundo cuaderno. Sigo con la historia de Martín. Me propongo ser más ordenada y, en lo posible, respetar la cronología. Encuentro la carta que mandó José cuando rompió el largo silencio impuesto a Papá. Es una carta muy importante para mí, porque fue la excusa para sus primeras confidencias. Gracias a ella comenzó a destrabarse y a contarme sus problemas. A Papá le brotaron las lágrimas cuando me reveló que en ella José alababa las virtudes de Martín, su abnegación, su compañerismo. Y le agradecía que hubiera vuelto de San Pablo para ocuparse, a pesar de la oposición de Analía. Volveré a leerla.
Con la carta en la mano dejo vagar mi vista por la plenitud del campo que se extiende tras el ventanal. El avanzado otoño va arrasando la copa de los árboles. Los cipreses calvos hacen honor a su apelativo y confunden el ocre de sus copas con los lotes quemados por el glifosato, a la espera de las semillas de trigo. Los eucaliptos van sembrando de hojas y perfume el parque inmóvil. Veo dos figuras que se acercan a caballo. Y los perros detrás. Me alucino al verlo a Papá acompañando a Marcos. Desde que la pampa comenzó a poblarse se repite esta imagen. Hacia el mediodía un paisano lugareño y su patrón vuelven a paso despacioso para el mate y el almuerzo, repasando temas, sacando conclusiones. Hoy muchos optan por recorrer con las camionetas o los cuatriciclos, bautizados petizos japoneses, cada vez más en boga. Los que conservan el amor al campo y sus tradiciones volverán siempre como Federico y Marcos, uno junto al otro, al tranco despacioso tolerado por esta naturaleza sin urgencias.
Dejo la carta sobre el escritorio. Quizás esta tarde el televisor esté mudo y frente al crepitar de la chimenea converse con Federico.
En este cuaderno había marcado unas hojas, escritas por Papá durante un viaje a España, cuando aún vivía con Analía. Fue dos años antes del comienzo de la tragedia. Prefiero escucharlas, más que leerlas. Federico sigue teniendo problemas con la letra de Papá. Lo ayudo en lo que puedo. Algunas palabras, cuando suman la atroz caligrafía al vocablo en desuso, son indescifrables. A Federico le gusta leer en voz alta, tiene buena voz y la garganta entrenada del coreuta que fue. Dice que no se cansa. Yo, en cambio, leo diez minutos y me quedo sin voz. Pongo muy suave el octeto de Schubert, un buen fondo musical para leer una hora, le digo a Federico. El tiempo templado nos permitió sentarnos en la galería que da al Oeste. El poco viento soplaba del mar. Le digo que no se sorprenda por expresiones estrafalarias. Era muy de Papá jugar con las palabras y usar metáforas tangueras y letras de tango en su lenguaje coloquial.
Federico lee,
Al rato me mira con asombro y repite,
La brújula loca de tu corazón, salta del norte al sur como si nada, entre un sístole y un diástole te cambia la sangre.
-Mirá lo que dice de Analía...
- Seguí leyendo en voz baja, hasta que encuentres algo interesante.
Aguardé en silencio.
-Aquí hay algo pesado, escrito en Madrid, al regreso de Guernica, a donde fue para conocer la ciudad de sus ancestros,
hoy caí en un pozo. A primera hora he vuelto a sentirme proyectado hacia un no sé dónde, lleno de por qué y de por qué no, de cómo y de hasta cuándo, y de basta, y de no sé, y de putacarajos y de la puta madre que lo parió. Viví mi poesía española, feliz en mi soledad testigo de paisajes y de caminantes que se entrecruzan en callejuelas que serpentean entre casas muy blancas. Pero cuando desperté esta mañana, como una compulsión me llevó a comunicarme con Analía y con los chicos, mi parte que quedó allá, de vacaciones en la playa. Ellos, unidos a mi felicidad, indisolubles, como lo afirmé al comenzar estos cuadernos. Una tremenda frustración me despedaza cuando Mara me dice: “Mamá no está”. Allá son las seis y cuarto de la mañana. ¿No está?. ¿Cómo, dónde está, adónde fue? No vino, me responde Mara. Trago saliva, no sé qué decir. Pienso en la libertad de su gaviota. Ayer nomás le escribía: “vuela, vuela, pero que sea en nuestro cielo”. Recapacité. No debía importarme qué hacía ella con su libertad, pero ¿qué razón tienen, entonces, los límites, restricciones y censuras, que me impongo por estar comprometido con ella, con ellos? Tengo que plantearme mi felicidad a partir de otros términos.
(Madrid, 30 de enero de 1974)
Le pido a Federico que interrumpa la lectura y cebe mate. Mientras tanto recorro esas páginas. Trato de encontrar anotaciones de cuando viajó a París. Antes de volver a Buenos Aires pasó allí unos días: Todos los caminos conducen a París, decía. Se las arreglaba para confirmarlo aprovechando viajes de trabajo. Encuentro el párrafo que me interesaba, leído a vuelo de pájaro hace unos días. Entonces no captó mi atención,
Vuelvo a París y en la Rue Rivoli te abrazo. ¿Habrá el corazón, cazador solitario, cobrado su presa?
Mi curiosidad apuntaba a conocer si su presa parisiense fue anterior o posterior al llamado que hizo a Analía. No me quedó claro. Federico llega con el mate, no comento nada. Lo veré con tranquilidad. ¿O no? ¿Para qué?
Federico continúo leyendo en voz alta,
leo Rilke: “La vida es sencilla; el destino es difícil y complicado”. Estos días en París, sobre todo los dos últimos, lo ratifican. Mi vida podría ser sencilla y simple si aceptara mi destino, que es difícil y complicado porque me rebelo contra él y quiero timonear el rumbo de mi vida. Trataré de aceptar mi destino, como venga.
(Aterrizando en Buenos Aires, 4 de febrero de 1974).
-Analía no se le iba de la cabeza. Escuchá cómo sigue,
para Platón el conocimiento se origina en la capacidad de admirar. Coincido: no hay felicidad posible, agotada la capacidad de admirar. Este es uno de los aspectos que valoro en la personalidad de Analía. Me lo dijo varias veces. Ella admiraba su capacidad de admirar. ¿Infantilismo? Pero, ¿cómo admirar sin ser un poco niño?
(En vuelo a Rosario,20 de febrero de 1974)
trato de definir un sentimiento constante: Mi desamparo emocional.
(Rosario 22 de febrero de 1974)
hoy me doy cuenta de que entre ella y yo no hay nada. Pensé que quedaba un rescoldo y que el fuego podría reavivarse. Pero no. Comprobé que soy un extraño para ella. No sé qué la llevó a buscarme, excitarme, y a despertar una ilusión que duró exactamente veinticuatro horas. Hoy volví a ser gaviota de otro cielo. Voy a mantener la serenidad... Mi preocupación principal es la operación del corazón de Fabián. Pero no podré prolongar mucho más esta situación. Empiezo a sentir odio y no quisiera llegar a odiarla. Releo la primera página de este Cuaderno... me parece tan estúpido. No hay nada que pueda justificar un esfuerzo del que cada día me siento menos capaz... ¿duermes?
(Tigre, 25 de febrero de 1974)
-¡Cuántas contradicciones! Me parece que el corazón de tu viejo también era una brújula loca,
¿de qué sirve prolongar la agonía?
(Tigre, 26 de febrero de 1974),
leo en la copia de la última carta que le escribí a Analía, desde Uruguay: “En mi fantasía templo las cuerdas de mi violín con la esperanza de que jamás volverán a desafinarse”.
(Punta del Diablo, madrugada del 3 de marzo de 1974),
“sabés que te quiero lo suficiente como para no ser tu juez”
(Tigre, 8 de marzo de 1974)
- Analía no se le iba ni de la cabeza, ni del corazón.
-Me quedé sin ganas de seguir leyendo. ¡Qué capacidad de hacer humor tétrico tenía tu viejo!
Respondí con una mirada.
Federico soportó hasta que el sueño y la humareda, en desbande por el viento colado de afuera, irritó nuestras retinas. El abrigo de los leños se extinguía. Fue una larga noche, un monólogo de Papá en la voz de Federico, con pocas intervenciones mías y pausas para atizar las brasas. No fue una noche cualquiera. Ni afuera ni adentro. La sudestada hacía temblar los ventanales y los relámpagos encendían los árboles doblados por el vendaval. Las hojas y la lluvia competían en alocadas carreras horizontales. Los remolinos de viento chupaban la hojarasca hacia la alta noche, como si la gravedad se hubiera invertido. Rachas imprevistas devolvían las hojas y las estrellaban contra el vidrio y quedaban allí, pegadas. Era una noche para disfrutar del espectáculo ofrecido por una furiosa naturaleza, con la chimenea cerca y un vasito de tinto a mano. Cuando el fuego dio cuenta del último tronco y nosotros del último vaso de vino, decidimos disfrutar de otro espectáculo: el de nuestros cuerpos. Bajo las sábanas organizamos nuestro propio temporal.

viernes, 27 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XVIII - HISTORIA CLANDESTINA


 No estaba para salir al campo. Según Marcos habían llovido más de cien milímetros. Por cierto que el agua nunca viene mal, aunque éste no sea el mejor momento, ya que retrasará la siembra del trigo. Desde el ventanal observo los charcos formados en los bajos. La lluvia trajo un intenso frío. Conversamos con Fede, frente a la chimenea, acerca de la clandestinidad. Qué tema. Le conté las tribulaciones de Papá sobre la militancia clandestina de José, primero, y de Valeria después. La clandestinidad pone limitaciones. Suceden hechos impredecibles; hay ansiedades; hay incertidumbres; el último encuentro puede ser un último encuentro; hay ambigüedades; hay comportamientos extraños. Rarezas, como la de recuperar una nieta por el difuso recuerdo de un idioma de la infancia. Federico me escuchaba con atención. A veces me parecía que quería interrumpirme, o preguntarme algo, sus labios balbuceaban. Yo no le di calce y seguí comentando lo que me enseñó Papá.
La clandestinidad era así. Imponía sus marcas hasta a quienes vivían su vida normal.  Antes de viajar a Buenos Aires Papá llamaba desde San Pablo a la quinta para confirmar su arribo. Así, sus hijos militantes sabían dónde y cuándo encontrarlo. Los lugares y las fechas eran convenidos en la última cita, nunca por teléfono. No fue fácil, José desde mediados del año 1975 ocultaba su identidad con un documento falso, y nadie conocía su domicilio desde que una brigada de la Triple Aarrasó su modesta casita en un barrio de las afueras de Buenos Aires. Salvó entonces su vida por milagro. Lo estaban esperando dentro de la casa. Los vecinos alcanzaron a advertirle, y él escapó perseguido por los tiros, hasta que logró subir a un colectivo en marcha. En la carrera perdió sus documentos. Los compañeros que lo aguardaban fueron secuestrados y nunca más se supo de ellos. Después de este episodio, Papá sólo pudo encontrarse con José un par de veces. En ambas llevó a su compañera Pinky, y a Toti. La primera vez, fue en un recreo de la ribera de San Isidro, perteneciente al Sindicato de Taxistas. La segunda, en el Parque Ceferino Namuncurá, cerca de Ezeiza. Martín ya no estaba. Esperaron a Valeria, pero no llegó. Papá no la veía desde aquel encuentro familiar en la quinta del Tigre, antes de la desaparición de Martín. Había pasado casi un año. Aguardaron varias horas la llegada de Valeria, Pepe y Tamara. No llegaron. Habrá un malentendido, dijo José. Me contó el episodio un padre vacilante, quizás por sospechar que la ausencia se debió a no querer encontrarlo. La esperanza de reunir nuevamente a toda la familia, ahora con la punzante ausencia de Martín, no pudo ser. Bloqueados por ese vacío, pasó unas horas con José y Electra, jugueteando con el Toti. Me interesó conocer el diálogo. Respondió que poco fue lo que pudo hablar, José estaba muy nervioso y pendiente del reloj. Me quedó la impresión de que Papá prefirió la ambigüedad.
Después supe más. La desaparición de Martín y Cristina había perturbado la relación de Papá con Valeria y José. La falta de noticias de Valeria no le llamó tanto la atención. Valeria escribía poco. Pero el alejamiento de José fue extraño. Sobre esto hablamos en otra oportunidad. Durante el crucero fue envalentonándose, no se si esa es la palabra. En realidad, se ablandaba a medida que ganábamos confianza. Me reveló que su peor momento fue después de la desaparición de Martín, sumado a no saber cómo comunicarse con los otros hijos. Cada día presentía una nueva desgracia. Dependía absolutamente de la iniciativa de ellos, de sus llamadas, de que escribieran, de que no se alterara la rutina de los códigos. Fueron días de un persistente calvario,
ni la más mínima brisa llega del sur para templar mi solitaria estadía en la tierra extranjera.
Hasta que recibió esa carta de José restableciendo el diálogo. Avanzo,
¡cómo pedir comprensión a una juventud tan enajenada en esta lucha! No supo escuchar ni el último argumento con el que pretendí convencerlo: Espartaco sostenía que para poder luchar, la primera condición era estar vivo. Yo no justifiqué la tortura. ¡Dios mío, cómo iba a hacerlo! La tortura es un mal absoluto. Jamás se puede justificar. Quise hacerle entender a José que las fuerzas armadas, decididas a aniquilar lo que llamaban la “subversión”, empleaban la tortura como una lógica militar: consideraban que eran el único medio para lograr confesiones inmediatas y quebrar la organización celular de la guerrilla. Lo habían aprendido, le expresé, de los militares franceses que lo aplicaron en Argelia. Hablé crudamente: Allí, como aquí, mataban una vez obtenida la información. No me equivoqué, pero me quedé corto. La “desaparición” de los cuerpos para garantizar la impunidad, no responder a presiones internas ni externas, y no rendir cuentas nunca ni a nadie, fue un “invento argentino”, tan argentino como la picana. Algo más le dije que contribuyó a nuestro distanciamiento. Le dije que empecinarse en continuar la lucha en tan claras condiciones de desventaja era una actitud suicida, como la de los bonzos asiáticos que por aquellos días, para imponer sus ideas, se inmolaban prendiéndose fuego. Este comentario también me condenó. Era muy difícil el diálogo, realmente. Una carta de Pepe, escrita a Matilde, me hizo ver la inutilidad de mi intento. Esa carta refleja claramente el grado de ciega convicción que les impedía escuchar cualquier consejo.
Papá me habló de ella con una aflicción que persistía pese al transcurso del tiempo. Me dijo que Matilde le había enviado una copia desde París. La  encontré aquí, entre la maraña de papeles. Transcribo sus partes más relevantes:
“En circunstancias como éstas, sin duda, todos reflexionamos mucho sobre la senda en que hemos encaminado nuestras vidas...Hemos dicho que nuestra lucha iba a ser dura. Y estamos madurando y templándonos en ella. Hemos dicho que el capitalismo genera tremendas miserias de todo tipo y que para frenar a la revolución se llegaría a las peores crueldades. Hemos hablado de Vietnam y lo tenemos en casa. Finalmente, hemos sabido por el Che, que en una revolución se triunfa o se muere, si es verdadera. Lo sabemos hoy en la sangre de nuestros hermanos y amigos. En nuestra diaria, dura y difícil convivencia con el horror y la muerte. También, finalmente, sabemos que el Revolucionario es optimista y tiene una inmensa fe en el hombre y en el futuro. Porque sólo ese optimismo histórico, esa confianza en el hombre, nos alimenta para sobrellevar las más duras pruebas...Históricamente, LA VICTORIA ESNUESTRA”.

jueves, 26 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XIX - HUMOR, MILITANCIA, RUPTURA Y...


Hay documentos que no deben quedar sueltos, dando vueltas por ahí, con riesgo de que se traspapelen en el cúmulo de carpetas, libros, cuadernos, blocs, agendas, cartas recibidas y copias de cartas. Al dorso de un sobre reconozco la letra arabesca de José consignando como remitente a “Armando La Guerra”, haciendo alarde de un humor audaz, asumiendo un riesgo innecesario, opino.  En otro sobre consigna como remitente a “Fortunato Fugattini”, con domicilio en la calle “Libertad”. Qué duda cabe de que fue la carta que relata el encuentro con la policía que allanó su vivienda, cuando debió salir corriendo perseguido por las balas de los sicarios de la Triple A. Digitalizo varios documentos que considero de valor histórico, no sea que por mi torpeza, trabajando a tontas y a locas, los olvide en las páginas de un libro que otras manos destinen al cesto de los papeles. Los originales los guardaré en una carpeta temática. Otra tarea pendiente. Hay cartas de puño y letra que son un verdadero tesoro, me estaba exponiendo a perderlas. Me aplicaré en el orden y en el método, que no son mi fuerte.
En esto andaba, cuando encontré la copia de una carta, intercalada entre las páginas del tercer cuaderno. Es la que José mandó a su madre el mismo día que rompió el silencio impuesto a Papá. Le informa su decisión de restablecer la relación interrumpida. Esto le dice a Matilde:
“También finalmente le escribí a Papá ¡seis carillas! Le escribí con profundidad, no sé si con justicia y le pedí que se definiera sobre los derechos humanos. No le pido que cambie, pero sí que el cariño que tantas veces recibí de él, así como su sensibilidad, tengan más peso que las cosas superficiales, mundanas. Le digo que lo quiero una de esas hojas desprendidas del árbol marchito, para caer en tierra fértil, no importa cuándo ni cómo. Finalmente le mando un gran beso y abrazo. Analía me dijo que está, como siempre, muy inestable anímicamente y que le haría bien recibir mis noticias. Ella le envió las fotos del Toti. La verdad, me da tristeza.”
Si había alguna duda sobre el malentendido del Bar Otto, esta carta termina por despejarla. En el cuaderno, Papá lo confirma,
recibo un llamado de Matilde desde París. Me dice: sé que José te escribió después de un largo silencio. ¿Estabas al tanto?, le pregunto yo con cierto asombro. Sí, Valeria me había escrito que los dos habían resuelto interrumpir el diálogo con vos. Pero ahora acabo de recibir otra carta de ella, te leo lo que me dice: “Hablamos con José respecto del comportamiento de papá y decidimos que lo mejor era mantener una relación ni mejor ni peor que antes. Escribirle sobre los chicos, etc. Yo todavía no lo hice”. Gracias Matilde, gracias por llamarme y ponerme al tanto de hechos que ignoraba. Y corté la comunicación antes de que percibiera que me ahogaba.
“Comportamiento de Papá”, escribe Valeria. Lo cuestionaban, no cabe duda. Me detengo para reflexionar en ésto. Pienso que José tuvo una actitud bastante comprensiva. Hasta dudó si era justo lo que le pedía a Papá, como advirtiendo lo irrazonable de su demanda, o la incapacidad paterna para poder definirse en una cuestión tan alejada de sus responsabilidades y quehaceres presentes. Tengo claro que nunca habían podido profundizar una conversación ideológica. Se encontraban de tanto en tanto y por poco tiempo; las cuestiones del corazón desbordaban las de la razón. La propuesta de Valeria de “mantener una relación ni mejor ni peor”, marca el matiz que la diferenciaba de José. Éste superó el conflicto con “un gran beso y abrazo”. Valeria no se permitió semejante declinación sentimental. Quedó escudada en su temperamento de hierro, como el de su compañero. La situación se había radicalizado, se metieron de cabeza en la lucha, tuvieron muchas bajas en sus filas, entre ellas, nada menos, que el menor de los hermanos. Eso cambió la óptica. A Valeria no le bastaba un padre “comprensivo”, presente en la búsqueda de un hijo desaparecido, publicando hábeas corpus, golpeando a las puertas de ministerios, cuarteles y jerarquías eclesiásticas, abandonando su trabajo en Brasil para transitar en la patria violenta otra estación de su vía crucis. No, no era suficiente. Esas eran cosas que un padre tenía que hacer por padre. Valeria exigía que estuvieran en la misma trinchera, José lo deseaba. 

miércoles, 25 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XX - UN HÁLITO DE ESPERANZA


Anochece. El ventanal devuelve como un espejo opaco mi imagen sentada a la mesa donde trabajo. Permite reconocer también el viejo molino, con su tanque australiano y la hacienda que, en fila india, se acerca a los bebederos. Sabina me alcanza el mate amargo que yo misma me cebo. He puesto un viejo compacto que encontré entre el barullo de la biblioteca, “The Cello”, para que repita hasta el cansancio Song Without Words de Mendelssohn. Espero que mate y música alivien la tensión que me tiene paralizada. Y que el violonchelo me trasmita otras tristezas, más armónicas, que aventen las mías. Vuelvo a los cuadernos, sobrevolados en una primera lectura desordenada, al impulso de una ansiedad curiosa o de una curiosa ansiedad. ¿Es lo mismo? Tengo un inmenso interés por sumergirme en las aguas de este océano, bucear en las tranquilas profundidades, alejarme de la superficie agitada y tormentosa. Ya estoy en el verano del 76,
vuelvo a estos cuadernos que comencé hace ya más de dos años. Los llamé “Cuadernos para ser feliz”. No fueron remedio para mi felicidad. Testimonié tristezas, reflexioné, y me ayudaron a sobrellevar infortunios. Vuelvo a ellos, como otras veces, en un momento de seria crisis. Estoy mal, muy mal, la angustia me arde como una úlcera.
Lo escribió en San Pablo, donde trabajaba. Separado de su segunda mujer, mantenía la ilusión de volver con ella. Pasaban cosas graves en Buenos Aires aún antes de la dictadura militar. San Pablo lo alejaba del terror. Allí, aunque separado, o separándose, lo visitarían Analía y sus hijos, ilusionó. Algún día se quedarían a vivir con él. Lo visitaron ese verano. Volvieron a la Argentina para el inicio de las clases. Vacaciones pagas.
Registra el accidente de un amigo paulistas que murió con la cabeza destrozada por la hélice de su propio barco, el mismo día en que lo botó, cuando cayó por la proa excedido de champagne,
la muerte me parecía imposible hace unos años, posible hasta hace muy poco y, ahora, probable.
A partir del mediodía del 18 de marzo comienza a asomar un hálito de esperanza. Compra con un amigo un pequeño velero para navegar en la represa de Guarapiranga. Lo bautizan Idée Fix. Papá aludía a su pasión náutica, el amigo al nombre del perro de una popular tira cómica. El barquito lo encontró Papá, abandonado en la orilla de la represa. Era una vieja balandra argentina que en su popa lucía, borroso, el nombre de “Patoruzú”. Esa misma tarde, al llegar a su departamento, lo sorprendió la noticia de que le habían conectado la línea telefónica, largamente esperada. Teléfono que al poco tiempo lo desalienta,
suena nada más que cuando llaman por error.
Esa noche salió con su amiga Isa. En su primera incursión por la noche paulista disfrutó de un recital de Ellis Regina. Escribió,
suceden cosas diferentes a partir de este mediodía del 18 de marzo de 1976. Atrás quedaron los días en que imaginaba ser una boya en medio del océano, lentamente carcomida por el elemento que la rodea.
La imagen rondaba su cabeza, treinta años después, cuando escribió el haiku que cierra un cuento de su libro “El abuelo de mármol”

boya en la playa
el mar la ha liberado
de soledades.

martes, 24 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXI - OTOÑO DEL 76


Avanzo hasta el otoño del 76. Comenzó peliaguda la nueva estación. En San Pablo, “chuvas e pancadas”, días destemplados,  noches frías, lo enfrentaron al rigor de un clima inesperado. Debió adaptarse a la idiosincrasia paulista, a nuevas tradiciones culturales, a usos y costumbre diferentes Si bien pronto fue seducido por la  música popular brasileña y por la comida de la tierra elegida,  le costó el cambio del vino por la cerveza; pero descubrió el elixir de las caipirinhas. Eso sí, sentir frío en “el país tropical” lo dejó perplejo,
nunca tuve más frío en mi vida. La primera noche en mi departamento de San Pablo, a principios de nuestro verano, debí echar sobre mi cuerpo la campera y el sobretodo que llevé para viajar a los inviernos nuestros, europeos o norteamericanos, no con la idea de usarlos en Brasil.
Compró una biblioteca para acomodar sus libros y un escritorio grande que ubicó frente a la ventana para disfrutar, en las pausas de sus escritos y lecturas, la vastedad de la ciudad neblinosa, sus dimensiones y misterios. Fueron días monótonos. Levantarse temprano, un casete de bossa nova , bañarse, controlar el peso, marchar a su trabajo, volver por la tarde, leer un rato, escribir en sus cuadernos, cocinar su eterna dieta permanente de infracción constante, esperar inútilmente el sonido del teléfono. Rutinas,
no estoy en contra de la rutina normal de la vida. En una época me aterrorizaba. Ahora comprendo que la vida es así, debe serlo. La vida es una rutinaria espera de la muerte.
Analía lo visitó, después de recibir una carta en la que Papá le pedía ayuda para desprenderse. Entonces, contradictoria como siempre, según Papá (manejadora, diría yo) ella dio un paso largo: Viajó a San Pablo para acompañarlo. Estuvo unos pocos días y, una semana después, volvieron juntos a Buenos Aires. El reencuentro con sus hijos en la vieja casona familiar de Tigre, las caminatas por la calle Florida, las visitas a los amigos, avivaron su ilusión. Conoció a su nieta Tamara, de poco más de un año, en un encuentro clandestino lleno de secretos, sigilos, enigmas, avivando el miedo por la suerte de esos hijos. Cuando debió regresar, Analía lo acompañó hasta el Aeroparque, anticipo de un viaje definitivo, fantaseó Papá. En San Pablo disfrutó del sabor dejado por la estadía argentina. Surcó en soledad la vasta represa de Guarapiranga a bordo del Ideé Fix. Viajó a Salvador, ciudad que lo excitaba. Cinco sentidos no bastan para gozarla. Por la noche habló con Analía y los chicos. De muy buen humor, registró estos crípticos dodecasílabos,
más allá del tiempo perdura la imagen
de aquellas dos rosas en la coca-cola.

Tres meses después, el horror.
No encontré ningún, comentario, ni referencia, acerca del golpe militar del 24 de marzo de 1976. ¿Por qué no lo hizo? ¿Sospechaba cómo marcaría su vida? ¿Desconexión para no potenciar sus miedos? ¿O por ésta reflexión?,
la política fue siempre para mí un sentimiento visceral. Pero me hizo doler tanto las tripas que la abandoné.
Se había alejado del gobierno de Arturo Frondizi cuando éste anuló, por presión militar, una elección legítima ganada por el peronismo. Nunca volvió a afiliarse a ningún partido. Veinte años después, la política tendría para él el costo de la pérdida de una familia. En San Pablo, hasta que recibió el llamado anunciando el secuestro de Martín, su preocupación central era recomponer su segundo matrimonio. El desasosiego por sus hijos mayores se regía por el pas de nouvelle, bon nouvelle. Así lo dejó escrito en estos cuadernos. Aunque sombras de dudas comenzaban a preocuparlo,  
creo que soy prisionero del pasado. Aturdido por lo que fui no encaro lo que quiero ser. Me aferro a viejos afectos, conservados como esos objetos inútiles que se guardan nada más que por haberlos tenido. Todo eso me impide mirar el horizonte para reconocer otros caminos diferentes. ¡A demoler el muro!
Viajó por el interior del Brasil. Conoció el país a lo largo y a lo ancho. Amó su naturaleza exuberante y al sacrificado pueblo que canta su pobreza Disfrutó de su música, de sus playas, de sus bosques. En Brasil selló para siempre su pasión marina.
En Natal anota,
el mar aquí, hoy no es claro ni transparente. Es un día nublado y ventoso. Podría ser un día de marzo de nuestras costas. Este hotel también se asoma al mar. Una amplia veranda me permite observarlo. Alguna jangada navega con poca vela y viento fuerte. Desaparece rápidamente en el horizonte. Bajo a la playa, me zambullo entre las olas que rompen con amplitud. Me interno. Nado un tiempo que me pareció infinito.
Relata esta historia,
Salí con Mestre Amaro, veinticinco años pescando, compositor y poeta, tomador de vino y amador de vientos. Lo encontré en la playa y me invitó a navegar el mar pernambucano en su jangada. Mestre Amaro me confiesa sus amores: el mar, el vino y la música. Le digo:”Para mim também, mais vôce debe ser muito feliz”. Mestre Amaro logró transmitirme un poco de su felicidad. En tierra recordé a Dorival Caymmi: “la jangada voltó sôa... qué doce e morrer no mar...”
Ese era Papá. Mi viejo en su salsa, gozando vivir.
El viaje mitigó ansiedades y distanció preocupaciones. Regresó a San Pablo.
Lo esperaban dos cartas contradictorias. Una le dice: “Pienso que a la altura de los años que andamos (cerca del medio siglo) cada minuto que pasa es de oro. Y no hay oro en el mundo que compense su desperdicio”. Otra aconseja: “Te pido que no sientas que estas perdiendo un tiempo especial de tu vida. Para quienes viven intensamente, ningún tiempo, ni siquiera el de crisis, es tiempo perdido o malgastado”. Las uno con un clip, y anoto: “Pensar quién tiene razón”.

lunes, 23 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXII - ECOS DEL MAR


Federico volvió del pueblo con el comentario del día: ¡En San Blas pescaron un tiburón blanco de cuatro metros! Marcos ironizó: ¿Lo midieron dos veces?, ¿lo bañaron en cloro? Federico ni sonrió. Adiviné el interés de Federico y le di la idea de invitar a unos amigos para ir a San Blas para ver al famoso tiburón, ¿por qué no tratan de sacar alguno? Hacía años que Federico y sus amigos tramaban pescar tiburones en la bahía de San Blas. La oportunidad se me dio pintada. Yo necesitaba unos días de soledad, porque compartir mi trabajo con Federico no me resultaba fácil. No se mete ni compromete; escucha, que ya es algo. Pero si pudiera ayudarme a profundizar toda esta maraña de palabras, muchas triviales, la mayoría dolorosas, sería óptimo. Por ahora no se da, ya se dará. Le gustó la sugerencia y esa misma tarde convocó a sus amigos. Llegarán mañana, al mediodía. No bien partan a San Blas, me instalaré en el Hotel Ecos del Mar en una habitación colgada del cielo.
Reservé la que mira al sur en el piso 34, puro mar desde su terraza. Podré ver las salidas del sol resonando la voz pícara de Papá, me fascina ver el orto; y por la tardes, desde el mismo lugar, extasiarme con el poniente al terminar el astro su periplo de punta a punta del horizonte. Mientras el sol viaje yo trabajaré. Éste es un lugar de privilegio, como pocos en el mundo, donde  se observan los crepúsculos y los ocasos desde la misma terraza.
Me ocuparé de la historia inconclusa de Martín, de cómo fue el después, de confirmar que eludió registrar aquí el golpe militar, del eco de sus pasos posteriores. Dispondré de más de una semana para revisar estas hojas mientras Federico y sus seis amigos pescan sus tiburones. ¿Pescarán?
Doy vuelta hojas al azar antes de entrar en tema, buscando un lugar para aterrizar. Algo así hacen los aguiluchos antes de caer sobre el blanco. Una tarde estuve observándolos y especulé que dando tantas vueltas juntaban coraje, así hago yo. Repaso los días de su estancia paulista, cuando su amiga Isa, mujer inteligente y cálida, fue valiosa compañía. No llegaron de Buenos Aires los llamados esperados. Pasaron dos semanas y fue entones cuando avizoró en San Pablo el frío temporal del sur que amenaza con su silencio, referido en otro momento. Sigo yendo y viniendo con las hojas que tengo entre manos,
Es como si allí no hubiera pasado nada. Es como si allí no hubiese vivido casi medio siglo. No recibo ni un consuelo, ni una carta. Me estoy transformando lentamente en una persona taciturna y triste. Hasta se me apaga esa llamita piloto que encendía mis hogueras cuando algo, o alguien, me apasionaba.
Dos días después de escritas estas líneas se produce la eclosión: en su pecho se enciende la hoguera -uso sus palabras- y escribe el poema “Recuerdo de Martín”.
El secuestro y desaparición de Martín fue para Papá un golpe demoledor, soportado cuando se agravaba su relación con Analía.

Poco tiempo después comenzó a mejorar su ánimo, incluso a sentirse bien. Había llegado de Buenos Aires su psicoterapeuta Alba Isardi, haciendo un alto en el viaje a su exilio en España. Se hospedó con él y, como ya no era su analista, recibió de ella lo que antes no había podido por la ortodoxia freudiana del tratamiento. Lo que más necesitaba en esos momentos: afecto. Pulsando su lira humorística escribió,
Alba nunca me dio de alta. Me dio de baja. Nunca logré el “insight”. Permanecí siempre en el “ring side”, espectador de una lucha que ella siempre ganaba.
Fue una excelente profesional, si no hubiera sido por ella hubiera terminado en el Borda, o en la Chacarita. Los días que pasó junto a su amiga Alba resultaron más que oportunos. Pudo avanzar sobre el despojo de sus ilusiones porteñas y afirmar una esperanza paulista,
Alba me acompaña desde hace unos días. Piensa radicarse en España. ¿Por un tiempo? ¿Para siempre? No lo sabe aún. Deja la Argentinacomo quien mata en defensa propia. Han perseguido a sus amigos: muertos, desaparecidos, presos. También ella se siente expuesta a ser víctima de un equívoco o de un delirio. En Buenos Aires me atendió durante dos años. Comencé con el vago pretexto de prepararme para la operación del corazón de Fabián. No puedo olvidar que fue Martín quien me aconsejó ese tratamiento con insistencia, y que fue su psicóloga quien me la presentó a Alba. En estos días evitamos conversaciones amargas, recuerdos tristes. Eludimos nuestras angustias. Por supuesto que muchas veces asomaban. Ella me hablaba de sus amigos, víctimas de un Estado terrorista, de quienes quedaron allá envueltos en el horror. La despedida de sus pacientes, el adiós a sus familiares y amigos. Yo le confesaba mis permanentes tentativas de reencontrarme con Analía. De la ansiedad por convivir con los hijos de mi segundo matrimonio. De los inexplicables silencios a un mes de haber vuelto a San Pablo con la certidumbre del secuestro de Martín y de su compañera Cristina, con el hijo en sus entrañas. Y la convicción de su muerte. Hablamos de los mensajes esquivos de Analía revelando su desinterés para volver a convivir conmigo. Juntos hacíamos las tareas hogareñas de todos los días: el café con leche por la mañana, las compras del almacén, la comida de la noche, el indefinido no hacer nada del después de las siete de la tarde. Visitamos a mis amigos; comimos feijoadas, tomamos caipirinhas, asistimos a espectáculos: Ellis Regina, María Betania, Ney Matogrosos. Y caminamos los shopping y recorrimos el Parque Ibirapuera y, con mucho orgullo, se la presenté a Isa y estuvimos con sus hijos y su familia, fuimos a su casa y a su “sitio” de Bragança Paulista. Isa, después de un año de estar yo en esta tierra, era la persona anunciada por Alba en una carta, meses atrás, asegurándome que encontraría a alguien de la misma piel para compartir mi tiempo, mis intereses, mis curiosidades, lo mío. Alba me pedía, entonces, que no desesperara. Y tuvo razón. Isa me dio una nueva perspectiva para seguir viviendo y me permitió un reencuentro conmigo mismo y la posibilidad de pulsar las mismas sensibilidades, de hablar el mismo idioma, aunque en distintas lenguas. La oportunidad para sentirme querido y disfrutar de su casa y de sus hijos y de su familia. Fui elaborando despacio la posibilidad de un futuro donde la única perspectiva no fuera la de  ser un solitario navegante de un océano infinito. Y contrapuse a esa imagen la ilusión de un hombre que comparte una mesa rodeada de criaturas, de la mano de una compañera solidaria y querida. Va quedando atrás, por fortuna, mi último año, que podría resumir con el título de un cuento de Ramón Gómez de la Serna, PEOR QUE EL INFIERNO, donde sostiene que Dios, a veces, condena al Purgatorio para toda la eternidad, menos un día. Ese es el peor de los infiernos. "Cuántas hojas de almanaque, cuántos domingos, cuántos primeros de año, pensaba el sentenciado. Y no pudiendo resistir aquello le pidió al Dios tan abusivamente cruel, que lo desterrase definitivamente al infierno, porque allí no hay ninguna impaciencia. ¡Matadme la esperanza!" Pedía que le mataran la esperanza de encontrar la redención en el último día. Una larga espera por algo que no se alcanza es peor que el infierno. Con Alba hablamos largamente sobre ésto. Era lo mismo que pedía yo para terminar con la larga ilusión de encontrar algún día el cielo del reencuentro con mi segunda familia, aunque fuera condenado para siempre al infierno de mi soledad.
Antes del fin del invierno, Alba continuó su viaje a España dejándole una buena reflexión: La angustia se origina en el conflicto no resuelto, en cambio la tristeza se siente por una pérdida, por un hecho definitivo. Aquella es destructiva, ésta puede ser canalizada, dominada. Y hasta resultar productiva.

domingo, 22 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXIII - SOBRE MARTIN


Termino el sobrevuelo y caigo sobre mi objetivo: finalizar la historia de Martín y Cristina. La armo, entresacada de páginas escritas por Papá con una letra que denuncia que le temblaba el alma. Al día siguiente de la fecha del secuestro, el 27 de julio de 1976, Martín cumplía veinte años. Vivían en una modesta vivienda, en la parte trasera de otra ubicada muy cerca de Puerta 8, una de las entradas a los cuarteles de Campo de Mayo. Cuando Papá fue a la casa encontró destrozados los muebles, desparramados por el suelo libros, ropa, papeles, retazos de géneros, los colchones abiertos a cuchillo y absolutamente nada más que vacío y desolación. Habló con los dueños de casa y con vecinos. Todos expresaron gran cariño por esa pareja de jóvenes, “que eran tranquilos y parecían tan felices”. Dijeron: nunca advertimos que allí se celebraran reuniones o viniera otra gente. Ni siquiera les conocíamos amigos. A veces los escuchábamos cantar y tocar la guitarra. Agregaron que esa tarde, estando ausentes, vinieron en camiones del ejército militares uniformados. Rodearon la manzana, destrozaron la puerta y ocuparon la casa. Los esperaron adentro y, cuando llegaron, a la nochecita, los capturaron a los golpes y a los gritos. El ruido fue infernal, salieron milicos por todos lados. Ninguno de nosotros pudo advertir a los chicos lo que pasaba. Nos habían dicho que al que salía de su casa lo mataban. Contó un viejito haber visto, tras el postigo, cuando los metieron adentro de un Ford Falcon verde. “Al que habla le pasa lo mismo”, gritaron antes de partir.
No puedo dejar de señalar extrañas coincidencias: El mismo día que lo secuestran, 26 de julio de 1976, Martín le envía a Papá una carta contándole orgulloso que iba a ser padre. Yendo al correo a despacharla, por casualidad encuentra en el camino a José. Martín alcanza a decirle rápidamente, porque el partido no permitía encuentros callejeros, “voy a despachar la carta en la que le cuento al viejo que esperamos un hijo”. Al día siguiente -es obvio que sin conocer ni la carta ni el episodio- Papá escribe el poema LA ANGUSTIA.
Sobre cómo influyó la muerte de Martín en sus hermanos, recuerdo lo que hablamos una noche oscura, serena, estrellada, con una suave brisa del norte que nos desplazaba a tres o cuatro nudos muy cerca de la costa uruguaya. El diálogo fue,
- Que Martín haya sido el primero en caer, siendo el último en comprometerse, sin estar siquiera en la clandestinidad, ¿fue una fatalidad, no es cierto, Papá?
- Así es. Es una observación inteligente. Creo que él no quiso mantenerse al margen, estando sus dos hermanos tan comprometidos. Yo no estoy seguro de que haya querido “meterse”. Sí, darle una mano a los hermanos, sin tener en cuenta el riesgo que corría. Así es la juventud.
- Creo que sus hermanos tampoco lo tuvieron en cuenta. ¡Qué inconciencia!
-Tenés razón. Operar un trasmisor desde las puertas mismas de los cuarteles de Campo de Mayo era más que un riesgo. Era una temeridad. Ni siquiera había dejado el trabajo. Había que tener coraje.
- ¿La empresa donde trabajaba era una fábrica de artefactos de radio y de comunicación, no?
- Sí. Por eso siguió en el trabajo. Conseguía los aparatos con los que operaba y alguna otra ventaja técnica, probablemente.
- Los hermanos se habrán sentido muy culpables, seguramente.
- Yo creo que por eso siguieron la lucha “a muerte”. Ellos no podían sobrevivir al hermano. Cuando cayeron, más de un año después, estaba claro que era el fin. Hasta sus líderes estaban muertos o habían salido del país. José, que fue el primer militante de ellos y el último en caer -nunca lo he dicho hasta ahora- a pesar de haberme prometido abandonar el país, se las arregló para seguir la misma suerte.
- Algún día me gustaría profundizar esa historia.
- Podrás hacerlo cuando yo no esté. Está en mis Cuadernos.

sábado, 21 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXIV - A COLONIA


Nuestro próximo destino es Colonia del Sacramento, a cuarenta millas náuticas de Carmelo. Soltamos amarras bien temprano. Si algo aborrezco es madrugar, sobre todo cuando disfruto del reposo uterino dentro de mi bolsa de dormir. No protesto. Como tripulante rasa me corresponde cumplir las órdenes del capitán. Abatido el abominable hedor a tabaco del toscano de Pascualito, que ayer nos arruinó la armonía del medioambiente charrúa, la cabina huele ya a naranjos en flor. Hoy amanecimos con perfume encendido por las brisas de tierra, con los primeros rayos del sol. Uno de ellos, filtrado por la escotilla entreabierta, me molesta. Buen pretexto para no abrir los ojos. La voz imperativa de mi capitán me moviliza. Mi párpado derecho se entreabre para escrutar la cabina. El rayo salta del mamparo al techo, del techo a las cajoneras de estribor, de éstas al mástil que atraviesa la cabina, para ser disparado por un herraje de acero que refleja como un espejo fulgores luminosos. El suave bamboleo de la embarcación genera esta especie de danza ritual que entretiene mi despertar. Papá está despierto desde hace un buen rato. He oído sus pasos sobre la cubierta y el barullo al lavar las vasijas abandonadas anoche dentro de la pileta. Es su forma cortés de despertarme. Espero que deje algo para mí, pensé soñolienta, sin mayor voluntad de espabilarme. Pero fue el olor a café recién hecho, y a medialunas calientes, lo que definitivamente me impulsó a abandonar mi refugio.
-Buen día, capitán.
-Buenos días, capitana; te vas ganando el rango. A moverse, que el café con leche se enfría. Tenemos el tiempo justo para un buen desayuno, mientras suena el Allegro del Concierto para Violín de Beethoven. Veinticinco minutos y zarpamos.
Levanté la mesa con los últimos acordes del allegro, mientras Papá desamarraba cabos con la ayuda de Pascualito. Desde el muelle, el viejo lobo de río nos saludó con ampulosos movimientos de brazos, mientras el Huayra se deslizaba hacia la boca del Arroyo las Vacas que baña los pies de Carmelo. La isla Sola quedó a babor; hicimos proa a una boya hasta alcanzar aguas profundas y viramos hacia el Canal del Infierno, dejando al través a la isla Martín García. Papá anunció una vistosa navegación hasta Colonia del Sacramento.
Aprovechamos la brisa del norte izando velas. Navegamos en profundo silencio, apenas interrumpido por el sonido de alguna cariñosa cachetada del agua sobre el casco. Un suave movimiento de altas ondulaciones insinuaba que el río estaba desperezándose. Al través de Piedra Diamante reconocimos las islas cercanas a Colonia: Hornos, López, San Gabriel y Farallón, con su faro de veintiséis metros que señala con dos destellos los peligros cercanos y el extremo interior del Río de la Plata.
El Huayragambeteó las islas. Bastante arriesgado, pensé, pero confiaba en las manos expertas de Papá. Me gustaba verlo hacer travesuras, metiéndose innecesariamente entre las islas. Este viejo mío no perdió el placer de hacer chiquilinadas. Disfrutaba de su experiencia. Comprobé que los años no habían logrado degradar su espíritu aventurero. Me intranquilizó ver la costa tan cercana. Hasta se olían los pinos. Se lo dije.
Amarramos de proa a una boya, popa al muelle. Apenas descendimos hicimos un recorrido por la ciudad a lo largo de la Avenida Flores, luego por el Barrio Histórico de las casitas y calles coloniales, visitamos el viejo Fuerte construido por los españoles para defender la ciudad del acoso de los portugueses, caminamos por las arenas de la orilla. Un poco más allá, penetrando las aguas unos kilómetros, se veía la estructura abandonada de un puente inconcluso. Finalizamos el día en el Bar Colonial, comiendo un “chivito”, clásico sándwich-almuerzo uruguayo. Con Patricias bien heladas.
La noche estuvo matizada por movimientos y ruidos a los que yo no estaba acostumbrada. Seguía soplando el viento norte, ahora con intensidad. Es lo habitual en esta costa cuando algún frente frío se aproxima por el sur. El viento pegaba a babor del barco, provocando un rolido que traté de asumir como un movimiento de hamaca para un sueño placentero. Imposible. Me despertaban bombos y tambores, es la murga que llega al puerto y desfila por sus orillas. Los cabos se tesaban produciendo quejidos, hasta aflojar y repetir el sonido en el próximo estiramiento. Las jarcias se estremecían y las drizas golpeaban el mástil produciendo un ritmo “heavy metal”. Yo le había pedido a Papá que las sujetara con un cabo para impedir el golpeteo, pero se negó. Para él era la más dulce de las melodías. Le gustaba dormir balanceado por el viento y arrullado, aullado, diría yo. Me aseguró que pronto lo disfrutaría. Lo cierto es que esa primera noche en Colonia dormí nada más que un par de horas y creí enloquecer las restantes. En contraprestación te invito nuevamente al Colonial para un buen café con leche y medialunas calientes con jamón y queso.
Después, descendimos por un camino transversal en dirección a la bahía del puerto. Una calle estrecha, empedrada, nos dejó en un rincón de la costa, sobre un viejo banco de madera, bajo un ceibal florido. Dos casas coloniales sobre la orilla enmarcaban este rincón detenido en la historia,
durante cincuenta años este lugar no cambió. Cien años habrán pasado desde que una mano, un pájaro, o el viento, trajeron la semilla de la que nació este ceibo. El banco tendrá mi edad.
Bajo esa sombra, a la vista de los barcos alineados en la escollera, o al borneo en las boyas de la bahía, reiniciamos nuestra conversación. Le pedí más recuerdos de su niñez. Pero antes busqué abrigos en el barco. El viento había rotado al sudeste descendiendo varios grados la temperatura. Volví pertrechada para una larga charla, con el termo de café retinto, al estilo uruguayo, para seguir hasta que el horizonte carmesí se trague el sol.
Vimos la entrada de un velero desafiando la sudestada, con la vela mayor con dos rizos y un tormentín. Soplan como cuarenta nudos, vamos a ver cómo hacen la maniobra de amarre. Eran duchos los que llegaban, lograron sin dificultad amarrarse a una boya de borneo.
Luego lo escuché con atención hilvanando recuerdos de su niñez.
Volveré a los cuadernos