Muy temprano, Federico y Marcos salieron al campo. Yo les abrí la tranquera y los observé mientras ingresaban en la bruma rosada, al trotecito corto de sus caballos. Estoy más tranquila sabiendo que puedo contar con Federico. Ya le mandé a madre la segunda carta. Tomé el desayuno con Sabina y anoté la receta de su famosa carbonada. ¡Sabés cómo le gustaba a tu papá!, recordó. Me pedía que le sirviera poco, porque cuidaba la línea. Después, repetía tres veces. Como en casa, acoté.
Tomo del escritorio el segundo cuaderno. Sigo con la historia de Martín. Me propongo ser más ordenada y, en lo posible, respetar la cronología. Encuentro la carta que mandó José cuando rompió el largo silencio impuesto a Papá. Es una carta muy importante para mí, porque fue la excusa para sus primeras confidencias. Gracias a ella comenzó a destrabarse y a contarme sus problemas. A Papá le brotaron las lágrimas cuando me reveló que en ella José alababa las virtudes de Martín, su abnegación, su compañerismo. Y le agradecía que hubiera vuelto de San Pablo para ocuparse, a pesar de la oposición de Analía. Volveré a leerla.
Con la carta en la mano dejo vagar mi vista por la plenitud del campo que se extiende tras el ventanal. El avanzado otoño va arrasando la copa de los árboles. Los cipreses calvos hacen honor a su apelativo y confunden el ocre de sus copas con los lotes quemados por el glifosato, a la espera de las semillas de trigo. Los eucaliptos van sembrando de hojas y perfume el parque inmóvil. Veo dos figuras que se acercan a caballo. Y los perros detrás. Me alucino al verlo a Papá acompañando a Marcos. Desde que la pampa comenzó a poblarse se repite esta imagen. Hacia el mediodía un paisano lugareño y su patrón vuelven a paso despacioso para el mate y el almuerzo, repasando temas, sacando conclusiones. Hoy muchos optan por recorrer con las camionetas o los cuatriciclos, bautizados petizos japoneses, cada vez más en boga. Los que conservan el amor al campo y sus tradiciones volverán siempre como Federico y Marcos, uno junto al otro, al tranco despacioso tolerado por esta naturaleza sin urgencias.
Dejo la carta sobre el escritorio. Quizás esta tarde el televisor esté mudo y frente al crepitar de la chimenea converse con Federico.
En este cuaderno había marcado unas hojas, escritas por Papá durante un viaje a España, cuando aún vivía con Analía. Fue dos años antes del comienzo de la tragedia. Prefiero escucharlas, más que leerlas. Federico sigue teniendo problemas con la letra de Papá. Lo ayudo en lo que puedo. Algunas palabras, cuando suman la atroz caligrafía al vocablo en desuso, son indescifrables. A Federico le gusta leer en voz alta, tiene buena voz y la garganta entrenada del coreuta que fue. Dice que no se cansa. Yo, en cambio, leo diez minutos y me quedo sin voz. Pongo muy suave el octeto de Schubert, un buen fondo musical para leer una hora, le digo a Federico. El tiempo templado nos permitió sentarnos en la galería que da al Oeste. El poco viento soplaba del mar. Le digo que no se sorprenda por expresiones estrafalarias. Era muy de Papá jugar con las palabras y usar metáforas tangueras y letras de tango en su lenguaje coloquial.
Federico lee,
Al rato me mira con asombro y repite,
La brújula loca de tu corazón, salta del norte al sur como si nada, entre un sístole y un diástole te cambia la sangre.
-Mirá lo que dice de Analía...
- Seguí leyendo en voz baja, hasta que encuentres algo interesante.
Aguardé en silencio.
-Aquí hay algo pesado, escrito en Madrid, al regreso de Guernica, a donde fue para conocer la ciudad de sus ancestros,
hoy caí en un pozo. A primera hora he vuelto a sentirme proyectado hacia un no sé dónde, lleno de por qué y de por qué no, de cómo y de hasta cuándo, y de basta, y de no sé, y de putacarajos y de la puta madre que lo parió. Viví mi poesía española, feliz en mi soledad testigo de paisajes y de caminantes que se entrecruzan en callejuelas que serpentean entre casas muy blancas. Pero cuando desperté esta mañana, como una compulsión me llevó a comunicarme con Analía y con los chicos, mi parte que quedó allá, de vacaciones en la playa. Ellos, unidos a mi felicidad, indisolubles, como lo afirmé al comenzar estos cuadernos. Una tremenda frustración me despedaza cuando Mara me dice: “Mamá no está”. Allá son las seis y cuarto de la mañana. ¿No está?. ¿Cómo, dónde está, adónde fue? No vino, me responde Mara. Trago saliva, no sé qué decir. Pienso en la libertad de su gaviota. Ayer nomás le escribía: “vuela, vuela, pero que sea en nuestro cielo”. Recapacité. No debía importarme qué hacía ella con su libertad, pero ¿qué razón tienen, entonces, los límites, restricciones y censuras, que me impongo por estar comprometido con ella, con ellos? Tengo que plantearme mi felicidad a partir de otros términos.
(Madrid, 30 de enero de 1974)
Le pido a Federico que interrumpa la lectura y cebe mate. Mientras tanto recorro esas páginas. Trato de encontrar anotaciones de cuando viajó a París. Antes de volver a Buenos Aires pasó allí unos días: Todos los caminos conducen a París, decía. Se las arreglaba para confirmarlo aprovechando viajes de trabajo. Encuentro el párrafo que me interesaba, leído a vuelo de pájaro hace unos días. Entonces no captó mi atención,
Vuelvo a París y en la Rue Rivoli te abrazo. ¿Habrá el corazón, cazador solitario, cobrado su presa?
Mi curiosidad apuntaba a conocer si su presa parisiense fue anterior o posterior al llamado que hizo a Analía. No me quedó claro. Federico llega con el mate, no comento nada. Lo veré con tranquilidad. ¿O no? ¿Para qué?
Federico continúo leyendo en voz alta,
leo Rilke: “La vida es sencilla; el destino es difícil y complicado”. Estos días en París, sobre todo los dos últimos, lo ratifican. Mi vida podría ser sencilla y simple si aceptara mi destino, que es difícil y complicado porque me rebelo contra él y quiero timonear el rumbo de mi vida. Trataré de aceptar mi destino, como venga.
(Aterrizando en Buenos Aires, 4 de febrero de 1974).
-Analía no se le iba de la cabeza. Escuchá cómo sigue,
para Platón el conocimiento se origina en la capacidad de admirar. Coincido: no hay felicidad posible, agotada la capacidad de admirar. Este es uno de los aspectos que valoro en la personalidad de Analía. Me lo dijo varias veces. Ella admiraba su capacidad de admirar. ¿Infantilismo? Pero, ¿cómo admirar sin ser un poco niño?
(En vuelo a Rosario,20 de febrero de 1974)
trato de definir un sentimiento constante: Mi desamparo emocional.
(Rosario 22 de febrero de 1974)
hoy me doy cuenta de que entre ella y yo no hay nada. Pensé que quedaba un rescoldo y que el fuego podría reavivarse. Pero no. Comprobé que soy un extraño para ella. No sé qué la llevó a buscarme, excitarme, y a despertar una ilusión que duró exactamente veinticuatro horas. Hoy volví a ser gaviota de otro cielo. Voy a mantener la serenidad... Mi preocupación principal es la operación del corazón de Fabián. Pero no podré prolongar mucho más esta situación. Empiezo a sentir odio y no quisiera llegar a odiarla. Releo la primera página de este Cuaderno... me parece tan estúpido. No hay nada que pueda justificar un esfuerzo del que cada día me siento menos capaz... ¿duermes?
(Tigre, 25 de febrero de 1974)
-¡Cuántas contradicciones! Me parece que el corazón de tu viejo también era una brújula loca,
¿de qué sirve prolongar la agonía?
(Tigre, 26 de febrero de 1974),
leo en la copia de la última carta que le escribí a Analía, desde Uruguay: “En mi fantasía templo las cuerdas de mi violín con la esperanza de que jamás volverán a desafinarse”.
(Punta del Diablo, madrugada del 3 de marzo de 1974),
“sabés que te quiero lo suficiente como para no ser tu juez”
(Tigre, 8 de marzo de 1974)
- Analía no se le iba ni de la cabeza, ni del corazón.
-Me quedé sin ganas de seguir leyendo. ¡Qué capacidad de hacer humor tétrico tenía tu viejo!
Respondí con una mirada.
Federico soportó hasta que el sueño y la humareda, en desbande por el viento colado de afuera, irritó nuestras retinas. El abrigo de los leños se extinguía. Fue una larga noche, un monólogo de Papá en la voz de Federico, con pocas intervenciones mías y pausas para atizar las brasas. No fue una noche cualquiera. Ni afuera ni adentro. La sudestada hacía temblar los ventanales y los relámpagos encendían los árboles doblados por el vendaval. Las hojas y la lluvia competían en alocadas carreras horizontales. Los remolinos de viento chupaban la hojarasca hacia la alta noche, como si la gravedad se hubiera invertido. Rachas imprevistas devolvían las hojas y las estrellaban contra el vidrio y quedaban allí, pegadas. Era una noche para disfrutar del espectáculo ofrecido por una furiosa naturaleza, con la chimenea cerca y un vasito de tinto a mano. Cuando el fuego dio cuenta del último tronco y nosotros del último vaso de vino, decidimos disfrutar de otro espectáculo: el de nuestros cuerpos. Bajo las sábanas organizamos nuestro propio temporal.