lunes, 16 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXIX - MIEDO


Decidimos ir los tres hasta el escritorio de mis hermanas, lugar convenido para recibir el llamado de José. Le diría que algo extraordinario había sucedido, y que era necesario trasmitírselo en persona. Le pasaría la comunicación a Augusto para que convengan el encuentro. Augusto nos había asegurado que tenía la posibilidad de que alguien de total confianza se encontrara con José. Esa persona informaría los hechos y juntos establecerían como proceder coordinadamente. No era conveniente hablarlo por teléfono, le diríamos, por más que el número fuera secreto. Todos estábamos con mucho miedo. Sentíamos que el cerco se estrechaba también sobre nosotros. Podríamos ser señuelos para llegar a José. La idea se afirmó apenas llegamos a la oficina para recibir el llamado. Cinco minutos antes de la una de la tarde, sonó el teléfono. Atendí. Dije, sin escuchar: hola, algo inesperado ha sucedido, esperá. Evité el diálogo. Como habíamos acordado, le pasé la comunicación a Augusto. Di por cierto que era José, ¡qué otro llamado podría recibirse a la una de la tarde de un domingo en un escritorio comercial! No era José. Había que ver la cara de asombro de Augusto, tapando el micrófono y devolviéndome el tubo para que yo atendiera. Una voz insiste: ¿Estoy hablando con la inmobiliaria Gómez Cheves? Respondo que sí. Dice: encontré en mi taxímetro una libreta de direcciones con una tarjeta de esa inmobiliaria. Soy el chofer, llamo para entregarla. Digo: no tiene importancia, no la necesitamos. Reitera: puede ser un cliente de ustedes, se la llevo. Insisto: no, muchas gracias, no se moleste. Traté de deshacerme de él como pude. Era ya la hora convenida con José para recibir el llamado. Corté.
Los tres concordamos en que era un llamado para comprobar nuestra presencia en ese lugar. Nos seguían de cerca ¿Llamar un mediodía de domingo a una oficina comercial para devolver una libreta de direcciones? Era un pretexto inconsistente. ¿Era espionaje? ¿Espionaje de quién? ¿Pedido por quién? ¿Por José? ¿Por algún superior para controlarlo a partir del llamado de Valeria? ¿O era el aliento de los milicos en nuestras nucas? ¿Qué sabían? ¿Cómo lo sabían? El miedo, es como un vértigo, y nos precipitó hacia la calle. ¡Larguémonos antes de que lleguen! ¡Vienen a secuestrarnos! ¿Qué hicimos para que nos secuestren? ¡No hay racionalidad, te chupan, te torturan y te matan por simple parentesco! Palabras espontáneas de la primera confusión. Pocos pasos separaban la puerta de la salida a la calle. Era una planta baja. Abrimos cuidadosamente la puerta. Esperábamos un empujón que nos metiera de nuevo adentro. Paranoia. La quieta vereda del mediodía dominical nos mostró su soledad. Fuimos hasta la esquina. Me serené, nos serenamos. Recapacitamos. Hay que recibir el llamado de José, dije. No hay otra alternativa. No sólo para convenir el lugar de un nuevo encuentro, ya que si perdíamos la llamada cortábamos la cadena para futuras comunicaciones secretas. Sin duda después de lo acontecido había riesgo de que nos escucharan. Pero con José teníamos una clave para descifrar el número del próximo llamado. Lo hacíamos siempre, por más certeza que tuviéramos de que nadie nos escuchara. ¿Adónde llamaría la próxima vez si no daba hoy la clave del nuevo número? Tenía que volver de inmediato. Ya era la hora convenida. Iría yo. José esperaba hablar conmigo. Augusto y Beto se quedarían en la esquina, observando. Augusto me pidió que le dijese a José, que mañana iría la persona que él conoce, al mismo lugar y a la misma hora.
Entro nuevamente al escritorio. Me cuesta encontrar la llave de la luz. Nerviosismo, quizás. Cuando la encendí, la lámpara destella y se quema. ¿Otro hecho casual? No era momento para especular, ni para titubeos. Ya estaba jugado. Todo contribuía a incrementar el miedo. Navegaba en una calma tensa, sin rumbo, procedía como un autómata. Encontré en la penumbra una lámpara de pie. Nuevamente el vértigo del miedo con sensación de una caída libre en el vacío, porque sonó el teléfono en el mismo instante de apretar la perilla. Esta vez era José. Le digo que algo muy grave y extraño había sucedido, que debía ser informado de manera personal. Trasmití el mensaje de Augusto anunciando un mensajero. José quiso saber qué pasaba, insistió desesperado que le adelantara algo. Le pedí que esperara. La persona que mandaría Augusto lo informaría. No son temas para ser contados por teléfono, supliqué rotundo. Insistió. No hay ningún problema, papá, nadie conoce esta llamada, salvo nosotros dos. Ignoraba que había otros al tanto. Por lo pronto todos los que estábamos allí, quizás otros familiares, o amigos íntimos. No era un secreto exclusivo de nosotros dos. José no tenía apuro en cortar, lo desbordaba la curiosidad. Hay que colgar inmediatamente, le dije. El enviado te dará el nuevo número. Llamame después del encuentro, siempre a la una de la tarde. No te puedo decir nada más, por favor, José. Te hago una última pregunta: ¿Saldrás del país lo antes posible? Te lo he prometido, respondió. Con emoción, sollozando, me despedí. ¡Puta, cómo sentí no poder abrazarlo! Cortamos. Vuelvo al encuentro de Beto y Augusto. Sin novedad, reportan, la calle está tranquila. Nos encaminamos lentamente, con naturalidad, hacia la avenida Santa Fe, a pocas cuadras de donde estábamos. Decidimos tomar un colectivo para mayor seguridad. Controlamos que nadie nos siguiera. Descendimos en Santa Fe y Callao. Entramos a la Confitería Del Águila para cambiar impresiones e ideas con mayor tranquilidad. Decidimos que el mensajero -con gran sorpresa supe después que había sido el mismo Augusto- transmitiera el pedido de Valeria textualmente, sin omitir nada, absolutamente nada. Advertí que la literalidad, además, podría facilitar la comprensión de un mensaje cifrado, incluir alguna clave oculta, solo conocida por ellos. Grabadas en la mente del mensajero las palabras de Valeria, a trasmitir con precisión, serían las siguientes: “Te espero, el lunes, el miércoles o el viernes, a las cuatro de la tarde, en la heladería grande, donde nos encontramos siempre”. El mensajero no debía comentarle nuestra sospecha de que podría ser un mensaje falso, forzada a trasmitirlo. Una trampa urdida para capturarlo. Trasmitiría, sí, nuestra opinión unánime de que no debía presentarse.
(3de junio de 1977)
Es hora de seguir evocando el crucero con Papá. 

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