Anochece. El ventanal devuelve como un espejo opaco mi imagen sentada a la mesa donde trabajo. Permite reconocer también el viejo molino, con su tanque australiano y la hacienda que, en fila india, se acerca a los bebederos. Sabina me alcanza el mate amargo que yo misma me cebo. He puesto un viejo compacto que encontré entre el barullo de la biblioteca, “The Cello”, para que repita hasta el cansancio Song Without Words de Mendelssohn. Espero que mate y música alivien la tensión que me tiene paralizada. Y que el violonchelo me trasmita otras tristezas, más armónicas, que aventen las mías. Vuelvo a los cuadernos, sobrevolados en una primera lectura desordenada, al impulso de una ansiedad curiosa o de una curiosa ansiedad. ¿Es lo mismo? Tengo un inmenso interés por sumergirme en las aguas de este océano, bucear en las tranquilas profundidades, alejarme de la superficie agitada y tormentosa. Ya estoy en el verano del 76,
vuelvo a estos cuadernos que comencé hace ya más de dos años. Los llamé “Cuadernos para ser feliz”. No fueron remedio para mi felicidad. Testimonié tristezas, reflexioné, y me ayudaron a sobrellevar infortunios. Vuelvo a ellos, como otras veces, en un momento de seria crisis. Estoy mal, muy mal, la angustia me arde como una úlcera.
Lo escribió en San Pablo, donde trabajaba. Separado de su segunda mujer, mantenía la ilusión de volver con ella. Pasaban cosas graves en Buenos Aires aún antes de la dictadura militar. San Pablo lo alejaba del terror. Allí, aunque separado, o separándose, lo visitarían Analía y sus hijos, ilusionó. Algún día se quedarían a vivir con él. Lo visitaron ese verano. Volvieron a la Argentina para el inicio de las clases. Vacaciones pagas.
Registra el accidente de un amigo paulistas que murió con la cabeza destrozada por la hélice de su propio barco, el mismo día en que lo botó, cuando cayó por la proa excedido de champagne,
la muerte me parecía imposible hace unos años, posible hasta hace muy poco y, ahora, probable.
A partir del mediodía del 18 de marzo comienza a asomar un hálito de esperanza. Compra con un amigo un pequeño velero para navegar en la represa de Guarapiranga. Lo bautizan Idée Fix. Papá aludía a su pasión náutica, el amigo al nombre del perro de una popular tira cómica. El barquito lo encontró Papá, abandonado en la orilla de la represa. Era una vieja balandra argentina que en su popa lucía, borroso, el nombre de “Patoruzú”. Esa misma tarde, al llegar a su departamento, lo sorprendió la noticia de que le habían conectado la línea telefónica, largamente esperada. Teléfono que al poco tiempo lo desalienta,
suena nada más que cuando llaman por error.
Esa noche salió con su amiga Isa. En su primera incursión por la noche paulista disfrutó de un recital de Ellis Regina. Escribió,
suceden cosas diferentes a partir de este mediodía del 18 de marzo de 1976. Atrás quedaron los días en que imaginaba ser una boya en medio del océano, lentamente carcomida por el elemento que la rodea.
La imagen rondaba su cabeza, treinta años después, cuando escribió el haiku que cierra un cuento de su libro “El abuelo de mármol”
boya en la playa
el mar la ha liberado
de soledades.
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