lunes, 23 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXII - ECOS DEL MAR


Federico volvió del pueblo con el comentario del día: ¡En San Blas pescaron un tiburón blanco de cuatro metros! Marcos ironizó: ¿Lo midieron dos veces?, ¿lo bañaron en cloro? Federico ni sonrió. Adiviné el interés de Federico y le di la idea de invitar a unos amigos para ir a San Blas para ver al famoso tiburón, ¿por qué no tratan de sacar alguno? Hacía años que Federico y sus amigos tramaban pescar tiburones en la bahía de San Blas. La oportunidad se me dio pintada. Yo necesitaba unos días de soledad, porque compartir mi trabajo con Federico no me resultaba fácil. No se mete ni compromete; escucha, que ya es algo. Pero si pudiera ayudarme a profundizar toda esta maraña de palabras, muchas triviales, la mayoría dolorosas, sería óptimo. Por ahora no se da, ya se dará. Le gustó la sugerencia y esa misma tarde convocó a sus amigos. Llegarán mañana, al mediodía. No bien partan a San Blas, me instalaré en el Hotel Ecos del Mar en una habitación colgada del cielo.
Reservé la que mira al sur en el piso 34, puro mar desde su terraza. Podré ver las salidas del sol resonando la voz pícara de Papá, me fascina ver el orto; y por la tardes, desde el mismo lugar, extasiarme con el poniente al terminar el astro su periplo de punta a punta del horizonte. Mientras el sol viaje yo trabajaré. Éste es un lugar de privilegio, como pocos en el mundo, donde  se observan los crepúsculos y los ocasos desde la misma terraza.
Me ocuparé de la historia inconclusa de Martín, de cómo fue el después, de confirmar que eludió registrar aquí el golpe militar, del eco de sus pasos posteriores. Dispondré de más de una semana para revisar estas hojas mientras Federico y sus seis amigos pescan sus tiburones. ¿Pescarán?
Doy vuelta hojas al azar antes de entrar en tema, buscando un lugar para aterrizar. Algo así hacen los aguiluchos antes de caer sobre el blanco. Una tarde estuve observándolos y especulé que dando tantas vueltas juntaban coraje, así hago yo. Repaso los días de su estancia paulista, cuando su amiga Isa, mujer inteligente y cálida, fue valiosa compañía. No llegaron de Buenos Aires los llamados esperados. Pasaron dos semanas y fue entones cuando avizoró en San Pablo el frío temporal del sur que amenaza con su silencio, referido en otro momento. Sigo yendo y viniendo con las hojas que tengo entre manos,
Es como si allí no hubiera pasado nada. Es como si allí no hubiese vivido casi medio siglo. No recibo ni un consuelo, ni una carta. Me estoy transformando lentamente en una persona taciturna y triste. Hasta se me apaga esa llamita piloto que encendía mis hogueras cuando algo, o alguien, me apasionaba.
Dos días después de escritas estas líneas se produce la eclosión: en su pecho se enciende la hoguera -uso sus palabras- y escribe el poema “Recuerdo de Martín”.
El secuestro y desaparición de Martín fue para Papá un golpe demoledor, soportado cuando se agravaba su relación con Analía.

Poco tiempo después comenzó a mejorar su ánimo, incluso a sentirse bien. Había llegado de Buenos Aires su psicoterapeuta Alba Isardi, haciendo un alto en el viaje a su exilio en España. Se hospedó con él y, como ya no era su analista, recibió de ella lo que antes no había podido por la ortodoxia freudiana del tratamiento. Lo que más necesitaba en esos momentos: afecto. Pulsando su lira humorística escribió,
Alba nunca me dio de alta. Me dio de baja. Nunca logré el “insight”. Permanecí siempre en el “ring side”, espectador de una lucha que ella siempre ganaba.
Fue una excelente profesional, si no hubiera sido por ella hubiera terminado en el Borda, o en la Chacarita. Los días que pasó junto a su amiga Alba resultaron más que oportunos. Pudo avanzar sobre el despojo de sus ilusiones porteñas y afirmar una esperanza paulista,
Alba me acompaña desde hace unos días. Piensa radicarse en España. ¿Por un tiempo? ¿Para siempre? No lo sabe aún. Deja la Argentinacomo quien mata en defensa propia. Han perseguido a sus amigos: muertos, desaparecidos, presos. También ella se siente expuesta a ser víctima de un equívoco o de un delirio. En Buenos Aires me atendió durante dos años. Comencé con el vago pretexto de prepararme para la operación del corazón de Fabián. No puedo olvidar que fue Martín quien me aconsejó ese tratamiento con insistencia, y que fue su psicóloga quien me la presentó a Alba. En estos días evitamos conversaciones amargas, recuerdos tristes. Eludimos nuestras angustias. Por supuesto que muchas veces asomaban. Ella me hablaba de sus amigos, víctimas de un Estado terrorista, de quienes quedaron allá envueltos en el horror. La despedida de sus pacientes, el adiós a sus familiares y amigos. Yo le confesaba mis permanentes tentativas de reencontrarme con Analía. De la ansiedad por convivir con los hijos de mi segundo matrimonio. De los inexplicables silencios a un mes de haber vuelto a San Pablo con la certidumbre del secuestro de Martín y de su compañera Cristina, con el hijo en sus entrañas. Y la convicción de su muerte. Hablamos de los mensajes esquivos de Analía revelando su desinterés para volver a convivir conmigo. Juntos hacíamos las tareas hogareñas de todos los días: el café con leche por la mañana, las compras del almacén, la comida de la noche, el indefinido no hacer nada del después de las siete de la tarde. Visitamos a mis amigos; comimos feijoadas, tomamos caipirinhas, asistimos a espectáculos: Ellis Regina, María Betania, Ney Matogrosos. Y caminamos los shopping y recorrimos el Parque Ibirapuera y, con mucho orgullo, se la presenté a Isa y estuvimos con sus hijos y su familia, fuimos a su casa y a su “sitio” de Bragança Paulista. Isa, después de un año de estar yo en esta tierra, era la persona anunciada por Alba en una carta, meses atrás, asegurándome que encontraría a alguien de la misma piel para compartir mi tiempo, mis intereses, mis curiosidades, lo mío. Alba me pedía, entonces, que no desesperara. Y tuvo razón. Isa me dio una nueva perspectiva para seguir viviendo y me permitió un reencuentro conmigo mismo y la posibilidad de pulsar las mismas sensibilidades, de hablar el mismo idioma, aunque en distintas lenguas. La oportunidad para sentirme querido y disfrutar de su casa y de sus hijos y de su familia. Fui elaborando despacio la posibilidad de un futuro donde la única perspectiva no fuera la de  ser un solitario navegante de un océano infinito. Y contrapuse a esa imagen la ilusión de un hombre que comparte una mesa rodeada de criaturas, de la mano de una compañera solidaria y querida. Va quedando atrás, por fortuna, mi último año, que podría resumir con el título de un cuento de Ramón Gómez de la Serna, PEOR QUE EL INFIERNO, donde sostiene que Dios, a veces, condena al Purgatorio para toda la eternidad, menos un día. Ese es el peor de los infiernos. "Cuántas hojas de almanaque, cuántos domingos, cuántos primeros de año, pensaba el sentenciado. Y no pudiendo resistir aquello le pidió al Dios tan abusivamente cruel, que lo desterrase definitivamente al infierno, porque allí no hay ninguna impaciencia. ¡Matadme la esperanza!" Pedía que le mataran la esperanza de encontrar la redención en el último día. Una larga espera por algo que no se alcanza es peor que el infierno. Con Alba hablamos largamente sobre ésto. Era lo mismo que pedía yo para terminar con la larga ilusión de encontrar algún día el cielo del reencuentro con mi segunda familia, aunque fuera condenado para siempre al infierno de mi soledad.
Antes del fin del invierno, Alba continuó su viaje a España dejándole una buena reflexión: La angustia se origina en el conflicto no resuelto, en cambio la tristeza se siente por una pérdida, por un hecho definitivo. Aquella es destructiva, ésta puede ser canalizada, dominada. Y hasta resultar productiva.

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