sábado, 21 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XXIV - A COLONIA


Nuestro próximo destino es Colonia del Sacramento, a cuarenta millas náuticas de Carmelo. Soltamos amarras bien temprano. Si algo aborrezco es madrugar, sobre todo cuando disfruto del reposo uterino dentro de mi bolsa de dormir. No protesto. Como tripulante rasa me corresponde cumplir las órdenes del capitán. Abatido el abominable hedor a tabaco del toscano de Pascualito, que ayer nos arruinó la armonía del medioambiente charrúa, la cabina huele ya a naranjos en flor. Hoy amanecimos con perfume encendido por las brisas de tierra, con los primeros rayos del sol. Uno de ellos, filtrado por la escotilla entreabierta, me molesta. Buen pretexto para no abrir los ojos. La voz imperativa de mi capitán me moviliza. Mi párpado derecho se entreabre para escrutar la cabina. El rayo salta del mamparo al techo, del techo a las cajoneras de estribor, de éstas al mástil que atraviesa la cabina, para ser disparado por un herraje de acero que refleja como un espejo fulgores luminosos. El suave bamboleo de la embarcación genera esta especie de danza ritual que entretiene mi despertar. Papá está despierto desde hace un buen rato. He oído sus pasos sobre la cubierta y el barullo al lavar las vasijas abandonadas anoche dentro de la pileta. Es su forma cortés de despertarme. Espero que deje algo para mí, pensé soñolienta, sin mayor voluntad de espabilarme. Pero fue el olor a café recién hecho, y a medialunas calientes, lo que definitivamente me impulsó a abandonar mi refugio.
-Buen día, capitán.
-Buenos días, capitana; te vas ganando el rango. A moverse, que el café con leche se enfría. Tenemos el tiempo justo para un buen desayuno, mientras suena el Allegro del Concierto para Violín de Beethoven. Veinticinco minutos y zarpamos.
Levanté la mesa con los últimos acordes del allegro, mientras Papá desamarraba cabos con la ayuda de Pascualito. Desde el muelle, el viejo lobo de río nos saludó con ampulosos movimientos de brazos, mientras el Huayra se deslizaba hacia la boca del Arroyo las Vacas que baña los pies de Carmelo. La isla Sola quedó a babor; hicimos proa a una boya hasta alcanzar aguas profundas y viramos hacia el Canal del Infierno, dejando al través a la isla Martín García. Papá anunció una vistosa navegación hasta Colonia del Sacramento.
Aprovechamos la brisa del norte izando velas. Navegamos en profundo silencio, apenas interrumpido por el sonido de alguna cariñosa cachetada del agua sobre el casco. Un suave movimiento de altas ondulaciones insinuaba que el río estaba desperezándose. Al través de Piedra Diamante reconocimos las islas cercanas a Colonia: Hornos, López, San Gabriel y Farallón, con su faro de veintiséis metros que señala con dos destellos los peligros cercanos y el extremo interior del Río de la Plata.
El Huayragambeteó las islas. Bastante arriesgado, pensé, pero confiaba en las manos expertas de Papá. Me gustaba verlo hacer travesuras, metiéndose innecesariamente entre las islas. Este viejo mío no perdió el placer de hacer chiquilinadas. Disfrutaba de su experiencia. Comprobé que los años no habían logrado degradar su espíritu aventurero. Me intranquilizó ver la costa tan cercana. Hasta se olían los pinos. Se lo dije.
Amarramos de proa a una boya, popa al muelle. Apenas descendimos hicimos un recorrido por la ciudad a lo largo de la Avenida Flores, luego por el Barrio Histórico de las casitas y calles coloniales, visitamos el viejo Fuerte construido por los españoles para defender la ciudad del acoso de los portugueses, caminamos por las arenas de la orilla. Un poco más allá, penetrando las aguas unos kilómetros, se veía la estructura abandonada de un puente inconcluso. Finalizamos el día en el Bar Colonial, comiendo un “chivito”, clásico sándwich-almuerzo uruguayo. Con Patricias bien heladas.
La noche estuvo matizada por movimientos y ruidos a los que yo no estaba acostumbrada. Seguía soplando el viento norte, ahora con intensidad. Es lo habitual en esta costa cuando algún frente frío se aproxima por el sur. El viento pegaba a babor del barco, provocando un rolido que traté de asumir como un movimiento de hamaca para un sueño placentero. Imposible. Me despertaban bombos y tambores, es la murga que llega al puerto y desfila por sus orillas. Los cabos se tesaban produciendo quejidos, hasta aflojar y repetir el sonido en el próximo estiramiento. Las jarcias se estremecían y las drizas golpeaban el mástil produciendo un ritmo “heavy metal”. Yo le había pedido a Papá que las sujetara con un cabo para impedir el golpeteo, pero se negó. Para él era la más dulce de las melodías. Le gustaba dormir balanceado por el viento y arrullado, aullado, diría yo. Me aseguró que pronto lo disfrutaría. Lo cierto es que esa primera noche en Colonia dormí nada más que un par de horas y creí enloquecer las restantes. En contraprestación te invito nuevamente al Colonial para un buen café con leche y medialunas calientes con jamón y queso.
Después, descendimos por un camino transversal en dirección a la bahía del puerto. Una calle estrecha, empedrada, nos dejó en un rincón de la costa, sobre un viejo banco de madera, bajo un ceibal florido. Dos casas coloniales sobre la orilla enmarcaban este rincón detenido en la historia,
durante cincuenta años este lugar no cambió. Cien años habrán pasado desde que una mano, un pájaro, o el viento, trajeron la semilla de la que nació este ceibo. El banco tendrá mi edad.
Bajo esa sombra, a la vista de los barcos alineados en la escollera, o al borneo en las boyas de la bahía, reiniciamos nuestra conversación. Le pedí más recuerdos de su niñez. Pero antes busqué abrigos en el barco. El viento había rotado al sudeste descendiendo varios grados la temperatura. Volví pertrechada para una larga charla, con el termo de café retinto, al estilo uruguayo, para seguir hasta que el horizonte carmesí se trague el sol.
Vimos la entrada de un velero desafiando la sudestada, con la vela mayor con dos rizos y un tormentín. Soplan como cuarenta nudos, vamos a ver cómo hacen la maniobra de amarre. Eran duchos los que llegaban, lograron sin dificultad amarrarse a una boya de borneo.
Luego lo escuché con atención hilvanando recuerdos de su niñez.
Volveré a los cuadernos
        

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