jueves, 5 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XL - PUERTO SAUCE, URUGUAY-CALLE ARCE, BUENOS AIRES

Martes, 11 de noviembre de 2017. Faltaba un mes para que Papá cumpliera noventa años. Había acomodando el derrotero para alcanzar sus nueve décadas en alta mar. El itinerario y las estadías estaban programados con exactitud para lograr ese objetivo. Zarpamos para el Este a medianoche. Fue virar la farola de Riachuelo e iniciar una navegación nocturna en éxtasis. Después del ocaso se disfruta el viento terral; diez, doce nudos, permiten navegar en aguas serenas, pegaditos a la costa, con escotas abiertas y poca escora. El barco fila siete nudos. Llegaremos con el sol. Le pedí que me dejara timonear. No me quería perder semejante festival. No había luna. El cielo lucía todas las estrellas. La Vía Lácteasembraba una enorme mancha fosforescente. Papá me fue señalando las estrellas más conocidas. Betelgeuse, Spica, Achernar, Canopus, me guiaban en mis tiempos de navegante de altura.
El resto del viaje lo hicimos callados. Pude timonear después de sortear la Roca de las Pipas, peligroso obstáculo entre Riachuelo y Puerto Sauce. Con el viento a la cuadra conservaba el rumbo sin complicaciones. Cada vez sentía más el timón y estaba menos pendiente del compás. Ya no le clavaba una mirada tensa y nerviosa, bajo la constante presión del viejo ordenándome: ¡Sentilo, sentilo, no mires la brújula! Me anticipaba a los guiños de la proa y mantenía sin desvíos la línea de navegación. Me deslumbraba semejante aparato de ocho toneladas, dominado por mis cinco frágiles dedos pese a los quince nudos de viento sobre el paño. Hacia el Este, el cielo comenzaba a clarear. Cuando reconocí en el muelle la luz de la farola de entrada, comenzaba a diluirse en el anaranjado horizonte. Estábamos a pocas millas de Puerto Sauce. Felicito a Papá por el acierto en su estima del arribo. Un intenso brote amarillo se abría paso en el cielo. Cuando apenas la puntita del sol empieza a asomar, canturreó Papá. En la bahía, tomó el timón mientras yo enrollaba la genoa y arriaba la vela mayor. Para adujarla sobre la botavara Papá me dio una mano.
-Tomemos tranquilos el desayuno y te cuento la historia de los milicos; te la debo.
Después de idas y venidas, finalmente habló:  
-Cavilé mucho antes de decidir mi vuelta definitiva a la Argentina. La desaparición de mis tres hijos era un hecho que debía asumir. No era una entelequia, como la definía el perverso general Videla. Conservaba la esperanza de recuperar a Valeria; el destino de José era una incógnita. Pero mis dos hijos habían desaparecido con toda la macabra dimensión de la semántica represora. ¿Podría seguir mi vida en San Pablo a la espera de las noticias de Buenos Aires? ¿Cómo continuaría la rutina de mi trabajo con semejante nudo en la garganta? ¿Me tolerarían nuevos abandonos de mis tareas? ¿No era preferible asumir un quiebre irreversible y negociar un retiro conveniente? Renuncié a mi trabajo y volví. Tenía cincuenta años. Conseguir otro en mi país no iba a ser fácil. Organizaba mi retorno cuando recibí un llamado invitándome a un almuerzo. Era un emisario de mi antiguo jefe Bill King quien, enterado de mi regreso, me ofrecía un puesto en una de sus empresas. Cuando trabajé con él, hace unos años, no terminé bien. ¿Ahora, qué me propone? La dirección general de una empresa. Bill, además, facilitará a tu hijo cruzar la frontera. No le dije que había perdido ya todo contacto con José, ni su oposición a esa oferta. Consultaré con la almohada, mañana en el desayuno te respondo. Ya había decidido no dar un salto al vacío. Quedó en el aire un tufillo ácido y amargo.
-Se nos ha ido la mañana y seguís sin contarme la historia de los milicos,
-Charlemos cosas más livianas los pocos días que pasemos aquí. Ya habrá tiempo para revolver la mierda. Te anticipo el nombre de los personajes: El general Guillermo Pajarito Suarez Mason y el coronel Roberto Loco Roualdes. Te invito a almorzar en el club. Comerás el mejor sábalo de tu vida.
-¿Sábalo? ¿No es como tragarse un sapo?
-El secreto es saber cocinarlo. Probalo, después me contás.  

Federico interrumpe mi escritura para comentarme sus lecturas. Está sorprendido de que haya un lapso de un año y medio sin mencionar en los cuadernos, ni una sola vez, el nombre de Analía. Ni siquiera cuando transcribe este diálogo,
 La respuesta fue:
-No voy.
Lenta, silenciosamente me invadió la tristeza.
-¿Qué es la tristeza?
-No sé. Algo diferente de la angustia o del dolor. Quizás el límite más allá del cual se comienza a llorar.
(Arce, 15 de agosto de 1975)
Le comento a Federico que Papá vivió en la calle Arce cuando comenzó a tomar distancia de Analía. Era un departamento alto, de dos ambientes. La fecha marca el primer intento de separación. Recordé las bromas de Papá cuando predicaba que el matrimonio era como un vía crucis. Cristo, en su calvario, hacía estaciones portando la cruz. De aquellos días, dos años antes del secuestro de Martín, Federico me lee estas líneas,
Me he instalado en este nido con la sensación de haber decidido un cambio reflexivo por primera vez en mi vida. No fue el resultado de una compulsión, ni inducido por mis furias. Tampoco un rapto neurótico. Fue una acción, madurada a lo largo de un año, para encontrar la manera de poder salvar mi relación de pareja conservando el hogar formado hace quince años. No me arrepiento de haber escrito el cuaderno que hoy termino. Fui feliz, un poco alocado, quizá. Recuerdo haber padecido tensiones insoportables. Y hay tres nuevos hijos que amo inmensamente. Ellos justifican mi decisión, tomada en las navidades de 1960, cuando le pedí a Analía volver del Brasil para pasar el fin de año juntos y... para siempre.
(26 de setiembre de 1974)
Papá se quejaba de los conflictos generados por su refugio de la calle Arce. Analía, a lo largo de los años, jamás dejó de recriminárselo. Federico me apunta esta frase encontrada en el cuaderno: Minga de comprensión, me salió el tiro por la culata. Fue una buena decisión le digo, algún gustito tenía que darse, escuchá esta poesía:

ARCE 232 8° B

Irrumpe el amanecer
en la ventana que ofrece la noche.
Las rosadas medianeras
apagan palabras
silencian lámparas
distienden abrazos.
La misma música es otra
con la claridad del día.
Fue un instante de tiempo alterado,
una infinitud de soledades
desvanecidas por el sueño.
La cotidiana realidad de la vigilia,
la de los ojos abiertos,
disipará las ilusiones imaginadas.

(11 de noviembre de 1974)

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