viernes, 4 de octubre de 2013

CAPÍTULO XI - FRENTE A FRENTE

Un puente cruza el río Quequén a medio camino entre nuestro campo y Necochea. Papá mencionaba un árbol más viejo que yo, donde le gustaba armar una hamaca y leer un libro, o meditar. El árbol ya no está, se lo llevó un desmadre del río. El lugar, sí. Conserva el reparo de numerosos mimbres, buena sombra a la vera de una hondonada del río para los pescadores de truchas que acampan allí. Algunas cascadas emiten una música de fondo poco común. Hoy es un día cálido. Infrecuente. El fin del otoño es siempre gélido en esta latitud. Decidí revivir experiencias de Papá, aunque no llevé ningún libro. Solo la hamaca paraguaya, una red con nudos y orlas cayendo como flecos. Si aguantó a Papá hasta sus últimos días espero que pueda soportar mi menuda humanidad. Fui allí para evocar nuestra navegación por la corriente zaina. A Papá le gustaba llamar así a nuestro río, como Borges. Ya pasaron seis años desde que le propuse ese crucero para conocernos mejor. Remontar el delta del Paraná, surcar canales y riachos hasta la costa uruguaya, recorrer la ribera que él había visitado centenares de veces, conversar con los pobladores. Y con él, frente a frente, “pa que juntos recordemos el pasado, como dos buenos amigos que hace rato no se ven...”, como canturreaba con frecuencia. El Huayra lo acompañó muchos años trotando océanos, porque mi velero no es para bogar como un camalote por las aguas del Paraná. Papá sostenía que su barco nació para enfrentar mares y avanzar empecinadamente contra vientos fuertes, si son de proa, mejor. Ciñe treinta grados. La propuesta que le hice lo fascinó. Era una aventura diferente. Madre no estuvo muy de acuerdo. Conocer mejor la historia de Papá, cargada de tinieblas y agujeros negros tenía el hechizo de una formidable aventura. La historia familiar y, quizá, mi propia identidad, estaban en la mira. No sé. Al aceptar mi convite me dijo: El Huayra está siempre listo. Alcancé la máxima jerarquía del ocio para poder disfrutarlo plenamente, ¿Bromeaba? Tenía setenta años cuando me cargó por primera vez en sus brazos. Me encontraste medio viejo, me dijo ante la indignación de madre que le atribuía una eterna juventud. Tu mamá cree que bebí las aguas de la fuente de Juvencia. Dejar de ser joven y seguir siendo juvenil es mayor mérito. Recuerdo otras chacotas de Papá. Provocaba a madre parodiando la “Zamba de mi esperanza”: La vida me va matando y si no me mata me hace doler, y simulaba tocar la guitarra. No tardé en darme cuenta que era una suerte de festejo. En un tiempo fueron felices. Recuerdo casi textualmente sus palabras, expresadas en el lenguaje rebuscado que usaba a veces para lucir su grandilocuencia, no sé con qué objetivo. Quizás para ocultar su verdad verdadera, o para mantener en tiempo presente un pasado ya distante,
tu madre me rescató de la desolación tendiéndome su mano. Me subió desde el Infierno de mi Divina Tragedia, hasta el Paraíso donde compartimos nuestra Residencia en la Tierra.
Dos proyectos confluían: El mío, conocer a fondo las historias de Papá. Y el de él, entregarme su testimonio. Y algo más, sospecho,
fui protagonista de muchas cosas que no debieran repetirse, ni olvidarse. Mi insignificante historia personal deberá contribuir a la memoria de una generación perdida.
Hacerle un reportaje a Papá a lo largo de una prolongada navegación, hablar con él ciertos temas en la solitaria intimidad de la cabina, me excitaba -¿es ésa la palabra?-. Ir a bordo de un velero tripulado por un anciano de noventa años en soledad con su hija de veinte era, en todo caso, una insólita aventura.
Su respuesta fue: Acepto, navegaremos por la Côte Beige.
-¿La Cote Beige?
-Así la bauticé hace más de cincuenta años por el pálido marrón de sus aguas. ¡La prefiero a la Côte d´Azur del Mediterráneo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario