sábado, 5 de octubre de 2013

CAPÍTULO X - LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE...


















No tengo sueño. Quiero volver a las páginas escritas por Papá en la quinta del Tigre. Busco una que dejé marcada en el segundo de los tres Cuadernos, donde relata la última vez que estuvo reunido, a pleno, con sus hijos. Habían pasado dos años desde ese encuentro con los tres mayores y sus parejas, más los tres de su segundo matrimonio. La historia de ese suceso me la relató Papá cierta vez que se abrió conmigo, como nunca antes. La fui armando en mi memoria (Papá siempre entregaba retazos, como piezas de un puzle). Hoy, esta historia verídica tiene la fuerza y el misterio de una leyenda. Fue crucial para Papá, porque ese día Valeria le confió, a regañadientes, un dato que le permitió recuperar a su nieta Tamara. La búsqueda de su hija parecía infructuosa, pero cuando necesitó conocer el nombre del compañero de Valeria, un relámpago fugaz iluminó su memoria y pudo reconstruir su apellido, balbuceado aquel día por mi hermana desaparecida. Cuento el episodio, apuntalado con lecturas recientes.
Un domingo soleado logró convocar a su quinta “Los Naranjos del Tigre” a todos sus hijos, algo siempre difícil, que no se repitió. Pudo abrazar a Valeria y caminar por el parque hablando como hacía tiempo no sucedía. Durante la conversación se precipitaron inquietudes por sus prolongadas ausencias, y la de sus hermanos. Y quiso saber más, siempre eludiendo la activad militante. Sabía que, de hacerlo, se exponía a una reacción indeseada y al fracaso de ese encuentro. Le soltó una pregunta familiar, le preguntó cómo se llamaba su compañero. Valeria musitó: Pepe. Pepe, ya sé... Pepe, qué. Tendrá apellido ¿no? Soy de una época en que a la gente se la presentaba con nombre y apellido. Ahora es distinto, le contestó Valeria: nos juntamos, vivimos en pareja y nos llamamos por el nombre, o por el sobrenombre. ¿Qué nos importa el apellido? Es mi compañero y punto. Papá no insistió. Prefirió ser cauteloso y evitar el conflicto, a flor de piel cuando trataba con Valeria. Apenas meneé la cabeza en señal de desaprobación. Preservar la felicidad del encuentro y el calorcito de su abrazo, no recaer en viejas rencillas, era más importante. Valeria lo vio apesadumbrado, y finalmente cedió. No era su costumbre. Pero aquel día aflojó y entre dientes pronunció su apellido. ¿Que la pregunta no era importante? Dos años después se vio que sí.
Valeria nunca se enteró.
Volveré más adelante a ocuparme de este episodio fundamental de la historia que reconstruyo. Ahora voy a suspender la lectura de estas páginas amargas. Para continuarla esperaré el regreso de Federico, que se fue a Buenos Aires por unos días. Necesito su compañía para abordar de nuevo lo que comencé a leer precipitada por mi incontenible ansiedad. Mientras tanto volveré a las primeras hojas, con anotaciones más livianas, hasta jocosas. Podré leerlas tranquila, mientras esté sola. Papá me había confesado que en su vida de entonces convivieron dos situaciones concurrentes y paralelas, las dos muy difíciles,
sobrellevé una historia y una historieta. La historia, fue el drama de mis hijos mayores. La historieta, los vaivenes con Analía intentando yo recomponer la relación. Estaba solo y extrañaba.
¿Historieta? Fueron dos dramas simultáneos. Es mi visión actual. Cuando Papá me lo mencionó no se lo discutí. Quizás, frente a la gran tragedia de las tres desapariciones, este otro intríngulis parecía más una tragicomedia, un melodrama, un sainete. Sin embargo, hoy veo con claridad que la separación matrimonial, concurrente con las desapariciones de sus hijos, convertían la vida de Papá en una única e indivisible tragedia. Estas cosas no se miden, no se pesan. Se potencian recíprocamente. Constituyen una indisoluble unidad. Nada de historia e historieta. ¿Me escuchás, viejito?

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