lunes, 7 de octubre de 2013

CAPÍTULO VIII - LA FOTO






El crepitar de las chispas me desvía la mirada hacia el fuego. Observando el ritual de las llamas recordé cuando me dijo un hombre viejo no puede ser feliz añorando siempre la juventud perdida. Le eché una mirada de extrañeza. Agregó, hay niños más adultos que su edad. Insistí con un gesto de sorpresa, abriendo aún más los ojos y elevando las cejas. Entonces entonó con voz abaritonada y marcada desafinación una canción que evoca a un joven fusilado que eligió ser más viejo que su edad. Y la rubricó con estás palabras grabadas para siempre en mi memoria: ese joven fue feliz a pesar de su prematura muerte. Le comenté que me recordaba a la letra de un tango que él cantaba con frecuencia, cuando pregunta: “¿Quien se robó mi niñez?” Papá solo agregó: ¡Ah, la voz de Fiorentino! y, trascartón, cambió de tema para desconcertarme aún más asegurando que él creía en la resurrección.
Logrado el impacto continuó,
pero no de la muerte, sino de la propia vida. El hombre renace de sí mismo, como una serpiente de cuya piel sale otra que abandona a la anterior para continuar viviendo. La vida de un hombre se multiplica como pompas de jabón, que al reventar forman nuevas que estallan lanzando otras. Y así hasta la extinción total, hasta la inexorable y definitiva muerte. Somos un poco así. Ayuda a ser feliz saber que se puede ser uno y otro de manera sucesiva, en continua proyección.
Me invaden los recuerdos de las charlas con Papá en aquel verano, navegando la costa uruguaya. Afronté los temas más amargos. Le pedí que me hablara de esos hermanos que me observaban desde una fotografía en lo alto de su biblioteca de San Isidro. Una foto llena de misterio, cuatro imágenes fantasmales que emergen de las sombras irradiando una solemnidad de muerte. Esquivó, hablaremos, pero en otro momento.
Reencuentro aquella fotografía aquí, siempre en lo alto de la biblioteca, como iluminada por un rayo. Vigilan el ingreso al templo de Papá, Matilde y sus hijos, mis tres hermanos desaparecidos veintidós años antes de que me tuviera por primera vez en sus brazos. Valeria, mamá de Tamara; José, papá de Toni; y Martín, el primero en caer, con su compañera, que llevaba en el vientre su tercer nieto. De esa familla solo me quedaron dos sobrinos... ¡Veintitantos años mayores que yo! Y quedó esa foto, con vida propia y eterna.
¡Esa foto y esa familia!... Ojeando los cuadernos al azar encontré, en una de las últimas páginas, esta confesión,
he colocado la foto de Matilde con los chicos, tomada poco antes de que comenzara la tragedia, en lo alto de la biblioteca de mi escritorio. Por un tiempo la tuve en un mueble del living, pero esa imagen era para mí demasiado íntima y personal. Me acosaban preguntas de gente curiosa, para nada interesadas en la historia que podía contar, que seguramente ya conocían. Percibía una curiosidad morbosa, emboscando el “por algo será”. Ahora los chicos controlan el ingreso de extraños en mi escritorio; y esa presencia me recuerda que miles de rostros adolescentes están ahí, mirándonos, para que los argentinos tengamos vergüenza de ciertas cosas y coraje para otras.
(11 de junio de 1981)
Una foto de José estaba junto a estas líneas. Al dorso, de puño y letra, Papá transcribió:
En la foto se ve su gallardía, su valor, su aplomo, su confianza ilimitada en sí mismo, su incredulidad en la muerte (así, subrayado), y al mismo tiempo se ve que dentro de él hubo siempre un muchacho mujeriego y bromista y casi frívolo (que en otro tiempo y en otro país hubiera sido torero)”.
(Vista del amanecer en el trópico, Párrafo 87. Guillermo Cabrera Infante)
Necesito rebobinar mis recuerdos. ¿Qué más me dijo? Que pocos meses antes de que posaran para esa imagen, tomada por un fotógrafo de renombre, la situación era bien distinta. Cuando Papá se instaló en San Pablo sabía que José militaba en el Ejército Revolucionario del Pueblo. Sospechaba que Valeria también, aunque no por sus confidencias. Ella era absolutamente hermética, Papá desconocía su grado de compromiso con la militancia. Afirmaba que José rechazaba la violencia, no lo veía en la lucha armada. Valeria lo preocupaba más, por su carácter fuerte, arrollador y vehemente. José adoctrinaba compañeros, repartía panfletos en las puertas de las fábricas, escribía artículos en revistas partidarias. José le confió que su misión era “concientizar” las bases. Gran lector, fue él quien a los catorce años le voló de la biblioteca las Obras Completas de Lenin. Papá las reencontró entre los libros de Matilde cuando los vichó en su velatorio. Me lo dijo cuando me confesó que Matilde organizaba para sus hijos clases de marxismo, dadas por Ismael Vides, compinche de Papá cuando militaban en la izquierda frondicista,
los mayores tenían, trece, catorce años. Matilde me consultó y no me pareció mal, admiraba a mis hijos ávidos de formación ideológica. Para ese entonces yo estaba en otra cosa, juntaba porotos para recomponer mi economía, porque salí pobretón de la política.
De Martín recordó que amaba la música y su guitarra, compañera inseparable. Se integraba a esa familia bien y con amor, y respetaba a sus hermanos mayores, a quienes les preguntaba por ciertas fotos pinchadas en las paredes: quién era el anciano de cabellera blanca y frondosa barba, quién el pelado con mirada de águila arengando a las masas, quién el de una estrella en la boina y semblante iluminado. Papá los visitaba con frecuencia. Separado de Matilde cuando Martín tenía cinco años, no fue nunca un padre ausente. Mantenía una buena relación con su ex mujer. Terminó esta evocación confesando la felicidad que sentía cuando iba a la casa de ellos. Le costaba abandonar el departamento de la calle Pueyrredón 1194, piso 11.

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