miércoles, 9 de octubre de 2013

CAPÍTULO VI - POR MARTÍN

En San Pablo Papá no era feliz. El proyecto de reencauzar su segundo matrimonio no se concretaba. La esperanza de comenzar una nueva vida en Brasil con su segunda familia, se diluía día a día. Había logrado un buen empleo, lejos de una Argentina en crisis y de un Buenos Aires atroz. Su mujer Analía, sus hijos adolescentes Mara y Juan, y el pequeño Fabián, lo visitaron algunas pocas veces en el departamento de San Pablo, elegido con la ilusión de un reencuentro definitivo. Ella no se definía. Le decía que los chicos no se entusiasmaban con la idea de vivir en Brasil. Pero Papá sabía que la decisión era de la madre. El poema visionario que escribió el mismo día del secuestro de Martín, refleja esos sentimientos en las últimas líneas: Allá quedaron los recuerdos, la esperanza de un reencuentro. Había otra importante razón para vivir fuera de Argentina, quizás la principal. Buscaba un escenario diferente para favorecer la reconciliación y la reconstrucción de su hogar. Brasil era también un posible lugar para el exilio de Valeria y José, si lograba convencerlos de que salieran del país. Era una esperanza muy remota. La firmeza ideológica de esos hijos, la decisión de luchar a muerte después del secuestro de Martín, eran inconmovibles. Lo supe en algún puerto del otro lado del río, entre mate y mate, en la penumbra de la cabina del Huayra.
Ahora lo confirmo leyendo en el cuaderno,
Matilde pide que vaya Buenos Aires, que la ayude. Analía, invocando a Mara y Juan, pide que me quede. Es inútil, nada podrás hacer, insistía. Yo estaba casi convencido de que a mi querido hijo Martín lo habían matado después de horrendos tormentos. Así proceden. Pienso en Valeria y en José. Ellos querrán verme en Buenos Aires. Lo vano de mi presencia, en la óptica de Analía, no toma en cuenta mi responsabilidad paterna y mi profundo amor y admiración por esos hijos que se juegan la vida por sus ideas. Había también mucho miedo en ese pedido, buscaba sacar de la danza macabra a nuestros hijos. Me dicen amigos que el miedo está instalado en toda la sociedad, alimentado por una represión brutal que alcanza a familias enteras. Pensaré qué hacer. Aquí, nadie podrá aconsejarme, nadie me podrá comprender, nadie me escuchará en este páramo. Analía y esos chicos son mi familia actual. Son mi amor, son mis amores ausentes. Los espero en vano desde hace un año. Se repiten promesas incumplidas. Recibí hace poco una carta diciéndome:“Tengo muchas ganas de entregarme”. En su lenguaje críptico me dice que está despejando sus dudas. ¿O me ilusiono? Sin embargo, reafirma: “entregarme sin reservas, sin miedo”. Me convence, es su manera de decir que volverá conmigo. Mi largo trabajo por el reencuentro parece llegar a un buen final. Ojalá pueda, seguiré adelante la vida que elegí, aquí, junto a ellos. Valeria y José continuarán con la que optaron. Martincito cayó. Si viajo a Buenos Aires no haré nada que arriesgue mi vida, mucho menos la de Analía, o la de nuestros hijos. Tampoco renunciaré a mi responsabilidad de padre de Valeria, José y Martín. Tendré que definirme en las próximas horas.
(2 de agosto de 1976)
Supe lo que decidió cuando retomé la lectura después de un respiro. Envuelta en un poncho de Papá, caminé por el parque hasta que el frío y la noche me devolvieron al cuaderno, a esas líneas que, como siempre, en buena parte descifro apremiada por mi ansiedad,
llego de regreso a San Pablo después de trotar Buenos Aire, durante una semana, indagando el destino de Martín. Siempre en el corazón hay lugar para una esperanza. Pero vuelvo con la confirmación, no oficial -jamás podría serlo- de su muerte. Martín, el sereno, el reflexivo, el equilibrado, que fue tantas veces mi consejero, a quien yo le decía, parafraseando a Martín Fierro “hijo que da consejos más que hijo es un amigo”, ha muerto. Lo han asesinado. En otro momento escribiré largamente sobre él. Hoy recuerdo la pregunta de Juan cuando recibió la noticia: “Papá, ¿qué siente un padre que ha tenido un hijo así?” Cuando intenté una respuesta adecuada para un niño de once años, me respondió: “Pero murió por sus ideas”. La última imagen que tengo del hijo que me llevaron es verlo alejarse de la clínica de Tigre, donde visitó a Analía, internada por una operación menor. Lo vi caminar por la Avenida Cazón hacia la estación, hasta que dobló la esquina, para siempre.
(8 de agosto de 1976)
Hoy me senté bajo la sombra de los paraísos cercanos a la casa. A mi vista tengo la fuente comprada por madre para adornar el parque, con los dos angelitos regordetes, los “puttini”. Danzan sobre una plataforma desbordante de uñas de gato que vuelcan hasta el suelo con sus flores púrpuras, rodeada por tallos de agapantos que en el verano ofrecerán sus azules intensos. Descanso unos minutos. A lo lejos silba una perdiz. El día está sereno. Cúmulus muy blancos aseguran buen tiempo. Voy disfrutando mis nuevos conocimientos. Marcos me enseñó a reconocer el silbido de las perdices y Papá que esas nubes no preanuncian tormenta. Avanzo en la lectura,
no he logrado escribir todavía sobre la desaparición de mi hijo Martín. No he tenido más noticias de Buenos Aires. ¿Deberé convencerme de que está muerto? El dolor y la tristeza actúan como anestesia sobre mi capacidad para expresarme. Esta muerte sin entierro, sin pésames, la incertidumbre que impide el duelo, potencian mi desamparo en la tierra extranjera. Solía criticar la costumbre de enterrar. El hombre es el único animal que sepulta sus muertos, decía horrorizando a mi familia. Me burlaba del luto guardado por las mujeres con velos y de las corbatas y cintas negras en las mangas de los varones. ¡Costumbres ridículas!, vociferaba. Hoy me arrepiento de haber hostigado así a mi familia y comprendo la necesidad de ostentar la pena. Me defiendo de una manera simple: eludo pensar, esquivo los recuerdos. Meto mi cabeza en cualquier agujero oscuro. La opresión crece día a día. Algo pasará. No sé cuándo. Comparto mesas con hijos ajenos. Sonrío y juego con las criaturas. Por dentro, lloro. Isa me ofrece su amistad, me invita a su mesa, me acerca a sus hijos que podrían ser los míos. Y mientras por este lado soplan aires cálidos, un frío temporal del sur amenaza con su silencio. Martín, hijo mío, con tu desaparición termina una de mis pocas oportunidades de diálogo. Contigo yo hablaba y tu me escuchabas. Reflexionabas y yo entendía. Una vez me dejaste sin respuesta. Eras niño, muy niño, no tendrías más de cinco años, y me preguntaste: ¿Papá, cuando se acabe el tiempo, nosotros vamos a estar? Pero había quedado en no pensar.
(17 de agosto de 1976)
Isa era una amiga paulista que Papá recordaba con mucho cariño. Fue el soporte afectivo que tuvo en esos días. Navegando, la evocaba con frecuencia. Siguió siendo su amiga por muchos años. Supe que madre la conoció en Buenos Aires.
Nuevamente me distraigo. Una calandria impide el silencio. La voz de Papá se hace presente. Le pregunté si plagiaba,
no hay plagios en el lenguaje oral. Conversando las citas embellecen. No hace falta revelar el origen, suena pedante. “Prohijación de pensamientos” decía Unamuno, Y Borges sentenció: “Si mi carne humana asimila carne brutal de ovejas, ¿quién impedirá que la mente humana asimile estados mentales humanos?” El plagio existe cuando hay intención de robar ideas para comercializarlas. Dos personas, sin conocerse, pueden coincidir en el mismo pensamiento y con idénticas palabras. Claro, si en un texto se transcriben páginas enteras es distinto, ¿no?
Lo cierto es que la calandria que impidió el silencio me obligó a levantar la vista y observarla. Esa criatura frágil, pequeña, temerosa, desde la rama me ofreció un concierto digno de dioses. La interrupción me rescató del texto lacerante y pude vagar con la mente vacía por el cielo sin horizontes, extendido sobre el poncho otoñal de la pampa. Pensé continuar en otro momento, pero me topé con el poema:

RECUERDO DE MARTIN
La equívoca distancia del tiempo
imprime los matices del olvido.
La sangre mancha cuando está tibia,
después tiene el color de los viejos retratos,
que conservan imágenes e ignoran sentimientos.
¿Merece el dolor el homenaje del recuerdo?
¿Mañana será silencio nuestra cobarde debilidad?

No habrá sangre tibia ni dolor presente
cuando las muertes de nuestros hijos mártires
renazcan en las vidas del mundo que soñaron.
Ni cuando el soplo de sus últimos alientos
con el que hoy intentan atizar el fuego
sea la brisa que abrigue al hombre nuevo
(San Pablo, 25 de agosto de 1976)

¿Fueron mártires? ¿Fueron héroes? Discurrimos amarrados en algún puerto uruguayo. Me dio su visión sobre el tema. Para mí no fue suficiente. Quise seguir conversando, pero fue inútil. Me pareció que lo agobiaba. Lo hablaré con Federico.

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