martes, 8 de octubre de 2013

CAPÍTULO VII - DE LA FELICIDAD Y OTRAS TRISTEZAS

Me levanté temprano para enfrentar nuevamente los cuadernos. Me alcanzaron el mate y pedí no ser interrumpida hasta el mediodía. Está oscuro. Una ventana acusa la vaga claridad que avanza desde el lado del mar. Conocí esta historia de manera superficial y fragmentada en la quietud de la cabina del velero de Papá. ¿Habré hecho bien en zambullirme de cabeza en el primer llamado? Fue más que curiosidad, fue una compulsión sostenida por el recuerdo de las palabras de Papá,
de esto hablo cuando tengo que hablar. Ni mezquino ni pregono la historia. Evito andar exhibiendo el muñón. Muchas veces he callado por notar el desinterés del otro. La mayoría preserva su no saber nada, ni tener por qué saberlo, y mira para otro lado.
Ahora debo organizarme para una lectura metódica. Corro el riesgo de no poder armar un relato de interés sostenido, coherente y comprensible. Y empantanarme en un confuso entramado de sucesos y fechas para, finalmente, claudicar.
Aquí encuentro escritas palabras que escuché cuando por primera vez le pedí, con timidez, que me hablara de aquellos días que marcaron para siempre su vida, diez años antes de conocer a madre. Yo era una niña. Cuando dejé de serlo, quise saber más. Entonces Papá se soltó de una manera tan natural que comenzó a contarme sucesos tremendos como si contara historias ajenas. Fue un relato muy superficial que dejó en mí grandes espacios de dudas e intrigas. No me animé a pedirle precisiones y, cuando estuve a punto de hacerlo, remató la conversación con un todo está en mis cuadernos, que algún día leerás, pero no ahora.
Tengo ahora sobre el escritorio estos “Lanceros Argentinos de 1910”, que en su frente ostentaban la imagen de una lanza embanderada, proyectando su sombra sobre la tapa roja. Papá los bautizó “Cuadernos para ser feliz”, para gambetear la tristeza,
Comienzo, entonces, por el principio. Leo en la primera página,
quiero emprender la obra más importante de mi vida. La que debiera encararse desde el primer día, pero se posterga siempre hasta el último, cuando ya no es necesaria si se es hombre de religión, que no es mi caso. Hoy, 11 de diciembre de 1973, al dejar atrás mis 45 años, encaro esa tarea: Ser feliz. Quiero que mi obra tenga también como destino a quienes compartieron conmigo años de vivencias: recuerdos y olvidos; agresiones y amor; comprensiones e indiferencias; dar y negar; aceptar y rechazar; un vivir intenso o un mero estar vivo. Y soledades, sobre todo soledades. Esta mesa, en un bar de la esquina de Anchorena y Santa Fe, es para mí como una ventana frente al mar. Un vasto horizonte me desafía, me compromete. En el paisaje que se extiende ante mis ojos trato de descubrir tu figura, que es como una sonrisa. Confieso que mi felicidad es la nuestra, y que no podré comenzar a ser feliz sin aprender a admirar el brillo de tu sol y a respetar la libertad de tu gaviota. Miraré para adelante. Y solamente hacia atrás cuando sea necesario para no equivocar el camino. La felicidad es un estado del alma al que se arriba con esfuerzo. Hoy comienzo la tarea.
Lo imagino sentado a esa mesa, escribiendo esas líneas. Era el día en que cumplía cuarenta y seis años. Sin él saberlo, días más, días menos, nacía el “Huayra”, botado en diciembre del 73. Me enteré por la plaqueta adherida a un mamparo de su cabina. El “Huayra”, su entrañable velero, que fue durante más de treinta años su compañero de aventuras y refugio de desventuras. Ese himno a la esperanza que descubro en las primeras líneas, parece estar dirigido a Analía, su segunda mujer y madre de mis otros tres hermanos. Papá enfrentaba en esos días el descalabro de su matrimonio. Medito unos minutos estas líneas iniciales que declaman la voluntad de restablecer la armonía familiar. ¿Estarían ya separados? Buscando señales llegué a la conclusión de que aún vivía con su familia. Y que lo estaba pasando mal.
Más adelante,
pienso que soy capaz de trasmitir calidez si coloco mi mano sobre un hombro. ¿Pero cómo? ¿Acaso tengo fuerzas para levantar el brazo hasta la altura de tu hombro? Soy débil por la certeza de que para reconstruir debo destruir gran parte de los cimientos que todavía me sostienen. La felicidad es un estado del alma, sí. Pero lograrlo es una tarea agotadora, gigantesca.
(11 diciembre de 1973)
En estas primeras páginas campea un aire de melodrama, sobrevolado en buena parte con las alas sombrías de la tristeza. Aquí lo expresa descarnadamente,
alguien que leyó en mis ojos, me dijo: Estás triste. Yo no respondí. No lo sabía. Me sentía feliz, muy feliz, por mi decisión de encarar la felicidad como un objetivo y de luchar para alcanzarla. Me dicen que estoy triste. ¿Tristeza y felicidad pueden coexistir? ¿Se puede al mismo tiempo ser feliz y estar triste? Sostengo que sí.
(15 de diciembre de 1973)
Estos cuadernos son más que un diario íntimo. En ellos Papá soltaba su pluma intentando hacer literatura en prosa y en verso, y eran también un recipiente para desahogo de desdichas y confidencias. Hay páginas donde su estilo no fluye naturalmente: se enreda en barroquismos, me obliga a apelar al diccionario. En sus últimos años, cuando Papá dejó la corbata, pudo dedicarse más libremente a su vocación literaria; y su estilo fue más llano,
cuando no esté obligado a recorrer los caminos del mundo, comenzaré a transitar por mis rutas interiores.
Madre me aseguró que muchas veces le escuchó decir, ahora represento, pero algún día seré, agregando, con tono misterioso, tengo un compromiso con lo otro.
Del fuego de la chimenea queda apenas el rescoldo y más allá del ventanal la noche es una caverna. El plato de comida que preparó Sabina descansa, frío, en la mesa. Un mate lavado testimonia mi abandono. El hambre y el sueño me recuerdan la cama. Me llevo éste último registro, leído al azar, que escribió al volver a su quinta del Tigre, después de un viaje a Europa por razones de trabajo,
Analía duerme. Suena Bela Bartok en su “Mandarín Maravilloso”, con todo el esplendor de la orquesta. He leído en SER Y TIEMPO sobre desamparo y malestar en la existencia humana. Me obsesiona no estar seguro de poder distinguir entre sueño y realidad, entre verdad y fantasía. Lo que pasó, ¿fue? Ahora, ¿sueño? Mañana, ¿seré? Cierro los ojos mientras los parlantes emiten un coro barroco que resuena en mi cabeza dominada por el sueño. Apenas siento mi cuerpo, agotado por el cansancio. Vuelvo a Paris y en la Rue Rivoli te abrazo. ¿Habrá el corazón, cazador solitario, cobrado su presa?
(Tigre, 13 de febrero de 1974)
¿Ahora me lo decís, Papá? Ya no puedo preguntarte sobre tu presa parisiense. Tal vez madre sepa algo de esto.

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